La absolución unánime de Jorge Escobar, el único imputado por la muerte de Tomás Bravo, no es el final de una historia, sino el prólogo de varios futuros posibles para Chile. Más que un fracaso investigativo puntual, el veredicto del 2 de julio de 2025 cristaliza una fractura profunda y largamente anunciada: la de la confianza ciudadana en las instituciones encargadas de procurar verdad y justicia. El caso, que conmocionó al país desde febrero de 2021, deja de ser la crónica de un crimen para convertirse en el símbolo de un sistema que, a ojos de la ciudadanía, ha fallado en su promesa más fundamental. Las señales actuales —un tribunal que denuncia “graves irregularidades”, una fiscalía cuestionada y una ciudadanía huérfana de respuestas— son el punto de partida para explorar los escenarios que se abren a mediano y largo plazo.
El futuro más inmediato y probable es la consolidación de una desconfianza sistémica. La percepción de que el Estado es incapaz de resolver crímenes complejos podría desincentivar la denuncia y la colaboración ciudadana, erosionando el tejido social. Si la Fiscalía no logra una reforma estructural y creíble, podríamos ver una aceleración en la privatización de la seguridad y la investigación. En este escenario, quienes puedan costearlo recurrirán a servicios privados, mientras que las comunidades más vulnerables quedarán expuestas a una doble victimización: la del crimen y la de la impunidad estatal.
Un punto de inflexión crítico será la respuesta política a esta crisis. Una reforma meramente cosmética, centrada en cambios de nombres o procedimientos superficiales, solo agudizará el cinismo. El riesgo latente es la normalización de la “justicia por mano propia”, no necesariamente en su forma violenta, sino como una renuncia colectiva a la vía institucional. La pregunta clave es: ¿cuántos casos como el de Tomás Bravo puede soportar el sistema antes de que la anomia —la ausencia de ley— se convierta en una condición aceptada?
El caso Tomás Bravo no solo se litigó en tribunales, sino también, y con mayor ferocidad, en las redes sociales. La absolución de Escobar, al no ofrecer un culpable alternativo, crea un vacío que será llenado por un torrente de teorías, desinformación y juicios paralelos. La “verdad procesal”, aquel constructo basado en evidencia y debido proceso, se vuelve irrelevante para un público que ya ha dictado sus propias sentencias.
Esta dinámica proyecta un futuro donde la soberanía sobre la verdad se desplaza del Estado a los algoritmos y las comunidades digitales. Podríamos estar entrando en una era de “justicia por enjambre”, donde la reputación y la vida de las personas son destruidas o construidas por narrativas virales, sin posibilidad de apelación. Este fenómeno desafía no solo al poder judicial, sino a los medios de comunicación y al sistema educativo. La oportunidad latente aquí es el desarrollo de una nueva alfabetización mediática y cívica, que dote a los ciudadanos de herramientas para navegar la complejidad y la incertidumbre. Sin embargo, la tendencia dominante apunta a una mayor polarización, donde cada actor —político, mediático o ciudadano— se atrinchera en su propia versión de los hechos, haciendo imposible cualquier consenso.
El sentimiento de abandono que rodea el caso trasciende a la figura del niño. Es el reflejo de una ciudadanía que se siente desamparada por un Estado que falló en proteger, investigar y sancionar. Esta herida colectiva podría ser el catalizador de una demanda por un nuevo contrato social en materia de seguridad y justicia. Este no es un debate abstracto; se traduciría en exigencias concretas: mayor transparencia en los procesos investigativos, mecanismos de rendición de cuentas más severos para fiscales y policías, y una inversión real en ciencia y tecnología forense para reducir la dependencia de testimonios falibles.
Sin embargo, este camino está lleno de riesgos. La legítima demanda de eficacia puede ser cooptada por discursos populistas que prometen “mano dura” a costa de las garantías democráticas. El temor a la impunidad podría llevar a una parte de la sociedad a aceptar soluciones autoritarias, olvidando que fue precisamente la presunción de inocencia y el debido proceso lo que salvó a Jorge Escobar de una posible condena injusta. El dilema futuro para Chile será cómo construir un sistema de justicia que sea a la vez eficaz y garantista, un equilibrio que muchas democracias consolidadas luchan por mantener.
El caso de Tomás Bravo permanece abierto, no solo en los archivos judiciales, sino en la conciencia del país. La ausencia de un rostro para el crimen nos obliga a mirar el nuestro en el espejo. Las decisiones que se tomen a partir de esta fractura definirán si la tragedia se convierte en el fundamento de una justicia más robusta o en la crónica de una confianza permanentemente perdida.