Más de dos meses después de que los disparos interrumpieran un acto de campaña en Bogotá, el impacto del atentado contra el senador y precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay ha trascendido la conmoción inicial para instalarse como un incómodo espejo de las tensiones no resueltas de Colombia. Lo que comenzó como la noticia de un ataque perpetrado por un sicario de 15 años, hoy es un complejo entramado que revela las fisuras en la seguridad del Estado, la persistencia de la violencia política y el peso de una memoria histórica que se niega a ser sepultada.
De la Incredulidad a la Controversia: La Evolución de un Atentado
El 7 de junio de 2025, la narrativa era directa: un joven pistolero había disparado a quemarropa contra Uribe Turbay, dejándolo en estado crítico. La captura casi inmediata del adolescente y su posterior hospitalización parecían el inicio de una investigación expedita. Sin embargo, la historia se bifurcó rápidamente. Por un lado, el presidente Gustavo Petro ordenó investigar las posibles fallas en el propio equipo de seguridad del senador, abriendo un frente político que aún genera fricciones. Por otro, casi un mes después, la detención de Elder José Arteaga Hernández, alias “El Costeño”, como presunto autor intelectual, desvió el foco hacia las redes de crimen organizado local, que habrían instrumentalizado al menor para cometer el delito. El atentado dejó de ser un acto aislado para convertirse en un síntoma de la penetración de estructuras criminales en la vida cotidiana y política.
Un Pasado que No Pasa: La Herencia de la Violencia
El ataque a Uribe Turbay resonó con una fuerza particular en un país donde la violencia ha decapitado liderazgos políticos de forma sistemática. El propio senador es hijo de la periodista Diana Turbay, asesinada en 1991 durante un secuestro orquestado por el narcotraficante Pablo Escobar. Este hecho lo inscribe en una trágica genealogía de figuras públicas marcadas por la violencia, cuyos herederos hoy ocupan roles protagónicos en la política colombiana.
Nombres como los de Carlos Fernando Galán, actual alcalde de Bogotá e hijo del candidato presidencial Luis Carlos Galán asesinado en 1989; María José Pizarro, senadora e hija del líder del M-19 y candidato presidencial Carlos Pizarro, asesinado en 1990; e Iván Cepeda, senador e hijo del congresista Manuel Cepeda, asesinado en 1994, ilustran cómo el trauma político se transmite generacionalmente. Como reflexionó el propio Cepeda tras el atentado, “en Colombia no basta con matar a alguien; se le sigue matando también en la memoria”. El ataque a Uribe Turbay no solo fue un atentado contra un candidato, sino contra la frágil narrativa de superación de un pasado violento.
El Campo de Batalla Político: ¿Negligencia Estatal o Imprudencia Personal?
Con Miguel Uribe fuera de peligro, el debate se ha centrado en las responsabilidades. La controversia expone dos visiones irreconciliables que reflejan la profunda polarización del país. Desde el Gobierno, el director de la Unidad Nacional de Protección (UNP), Augusto Rodríguez, ha sostenido que el propio senador “tomó decisiones que debilitaron su esquema de seguridad”, como fraccionarlo para proteger a su familia y rechazar relevos para sus escoltas. Según esta versión, Uribe actuó con imprudencia, exponiéndose innecesariamente.
En la vereda opuesta, el abogado del senador, Víctor Mosquera, y sus aliados políticos, denuncian una negligencia institucional. Afirman que, si bien no hubo solicitudes formales para reforzar el esquema base, las múltiples peticiones de apoyo para traslados evidenciaban una necesidad de mayor seguridad que fue ignorada. La Procuraduría ha abierto una indagación para determinar si hubo omisiones por parte de la UNP, manteniendo viva una disputa que va más allá de lo técnico y se adentra en la desconfianza entre el gobierno y la oposición.
Un Clima de Miedo y un Futuro Incierto
Las consecuencias del atentado se han extendido a todo el espectro político. El Gobierno ha reforzado la seguridad de al menos 14 precandidatos presidenciales y ha admitido la existencia de alertas sobre nuevos ataques. Figuras como la periodista y aspirante Vicky Dávila fueron notificadas de planes en su contra, y políticos de diversas tendencias, como David Luna o María Fernanda Cabal, han reconocido haber modificado sus rutinas y limitado su exposición pública. La Misión de Observación Electoral (MOE) ha alertado sobre el aumento de la violencia contra líderes políticos, sociales y comunales, registrando el nivel más alto en siete años.
A dos meses del ataque, Colombia se encuentra en una encrucijada. Mientras la investigación judicial avanza para esclarecer la autoría material e intelectual, las heridas políticas y sociales siguen abiertas. El atentado contra Miguel Uribe Turbay ha obligado al país a confrontarse con sus demonios, reabriendo un debate sobre la capacidad del Estado para garantizar la vida, la responsabilidad de los actores políticos en su propia protección y, en última instancia, sobre si es posible construir un futuro donde las balas dejen de ser un argumento en la contienda por el poder. El capítulo no está cerrado; apenas comienza a revelar sus profundas y dolorosas implicaciones.