Chile se enfrenta a una paradoja urbana que define su presente y amenaza su futuro. Mientras el gobierno avanza en la meta del Plan de Emergencia Habitacional (PEH), entregando miles de viviendas, cada día 100 nuevas personas se ven forzadas a instalarse en un campamento. Esta cifra, aportada por la fundación Déficit Cero, es la señal más cruda de una fractura profunda. En paralelo, en el corazón de la metrópolis, moles de concreto como los "edificios fantasmas" de Estación Central permanecen vacías, atrapadas en un limbo legal y político. El campamento y el gueto vertical, aunque opuestos en su forma, son dos caras de la misma moneda: el agotamiento de un modelo de desarrollo urbano y la ruptura del contrato social que promete un lugar digno en la ciudad para todos.
La crisis habitacional ha mutado. Ya no se trata únicamente de un déficit cuantitativo, sino de una compleja encrucijada donde chocan la financiarización del suelo, la obsolescencia de las políticas públicas y una creciente desconfianza entre el Estado, el mercado y la ciudadanía. El debate de fondo, que resuena desde las tomas en Alto Hospicio hasta los pasillos de los tribunales que deciden el futuro de torres en Las Condes, es si la vivienda es un derecho fundamental o simplemente un activo más en el portafolio de un inversor. La respuesta a esta pregunta definirá la soberanía espacial y la cohesión social de las metrópolis chilenas en las próximas décadas.
El modelo chileno de vivienda, basado en subsidios a la demanda, fue exitoso durante décadas para una población y una economía relativamente homogéneas. Sin embargo, ese paradigma ya no responde a la realidad de un país transformado por la migración, nuevos tipos de hogares —unipersonales, por ejemplo— y un suelo urbano cuyo valor se ha disparado, haciéndolo inaccesible para la mayoría.
La rigidez de esta "caja de herramientas", como la describe Sebastián Bowen de Déficit Cero, ha generado dos patologías urbanas:
Si la tendencia actual se mantiene, el futuro más probable es la consolidación de una "ciudad archipiélago". En este escenario, las metrópolis chilenas se fragmentarán en islas desconectadas: enclaves de alta densidad y servicios para quienes puedan pagarlos —potencialmente legalizando los guetos verticales—, rodeados por un mar creciente de precariedad en las periferias. Es la profundización de la segregación, un modelo que expertos como Sebastián Bowen han calificado como la "latinoamericanización" del problema habitacional chileno.
Los motores de este escenario son la debilidad de la planificación estatal, la primacía de la lógica financiera sobre el urbanismo y una polarización política que impide acuerdos de largo plazo. Las consecuencias serían devastadoras: aumento del conflicto social por recursos escasos como el agua o el transporte, mayor tiempo de traslado para los más pobres, degradación ambiental y la erosión definitiva de la ciudad como espacio de encuentro e integración. La experiencia de Ciudad de México, donde la gentrificación y plataformas como Airbnb expulsan a los residentes originales de barrios enteros, sirve como una potente advertencia de este camino.
Un futuro alternativo, aunque más complejo, implica un cambio de paradigma liderado por el Estado. No se trata de un retorno al Estado constructor de los años 60, sino de un Estado estratega, que regula, planifica y orienta el mercado hacia objetivos de bien público. Este escenario se fundamenta en la implementación de una "caja de herramientas" diversa y audaz:
El punto de inflexión para este escenario es un pacto político y social que reconozca que el costo de la inacción —en seguridad, salud pública y cohesión— es mucho mayor que el de la inversión en una reforma urbana. Requiere superar la profunda desconfianza entre el sector público y el privado para forjar nuevas alianzas donde la rentabilidad sea compatible con el desarrollo urbano justo.
El camino que tomen las ciudades chilenas dependerá de la interacción de actores con intereses y visiones contrapuestas. Los gobiernos locales y el central están bajo la presión de mostrar resultados rápidos, lo que a veces choca con la necesidad de reformas estructurales. El sector inmobiliario busca certezas para invertir, pero su visión a menudo se limita al retorno financiero. Y la sociedad civil, desde ONGs como TECHO hasta organizaciones vecinales, actúa como una conciencia crítica que empuja la agenda del derecho a la ciudad.
El futuro del contrato habitacional en Chile no está escrito. Oscila entre la distopía de una ciudad rota y fragmentada y la utopía de una urbe reconstruida sobre bases de mayor equidad. La disyuntiva final no es entre un gueto vertical y un campamento, sino entre un modelo que produce ambos y un nuevo pacto que los haga innecesarios, devolviendo a la vivienda su valor fundamental: ser el cimiento de una vida digna y el espacio donde se construye una sociedad.