Dos meses después de su puntapié inicial, el ampliado Mundial de Clubes de la FIFA 2025 ha dejado de ser una simple seguidilla de partidos para convertirse en un espejo de las tensiones, contradicciones y reconfiguraciones del fútbol global. Concebido como la cúspide de la globalización deportiva, el torneo en Estados Unidos no solo coronó a un campeón, sino que también desnudó las profundas fracturas económicas, desafió la hegemonía eurocéntrica y sembró dudas sobre su propia sostenibilidad. Lo que comenzó como una promesa de inclusión y competencia planetaria, evolucionó hacia un debate sobre si el fútbol se está abriendo al mundo o simplemente concentrando el poder en nuevas manos.
La narrativa del torneo comenzó de forma predecible. La goleada de 10-0 del Bayern Múnich sobre el Auckland City de Nueva Zelanda fue un crudo recordatorio de la realidad: un equipo de gigantes millonarios contra un plantel de barberos, ferreteros y estudiantes que pidieron vacaciones en sus trabajos para poder competir. Este resultado inicial parecía confirmar la tesis de los escépticos: el formato solo serviría para visibilizar una brecha insalvable.
Casi en paralelo, surgieron las voces críticas desde el corazón del poder establecido. Javier Tebas, presidente de LaLiga española, declaró sin rodeos su objetivo de “acabar con este torneo”, argumentando una saturación insostenible del calendario y un modelo económico que, a su juicio, no beneficia al ecosistema del fútbol, sino que solo enriquece a unos pocos. Su crítica, calificada por algunos como proteccionista, reflejaba la preocupación de las ligas europeas por perder el control de la agenda deportiva y el bienestar de sus jugadores.
Sin embargo, el guion del torneo dio un vuelco inesperado. Primero, el Botafogo brasileño, con una estrategia disciplinada y aguerrida, derrotó por 1-0 al poderoso PSG, campeón de Europa. Este “batacazo” reavivó la histórica rivalidad entre Sudamérica y Europa, demostrando que la garra y la táctica aún pueden competir contra presupuestos estratosféricos. Pero la sorpresa mayúscula llegó con la eliminación del Manchester City a manos del Al Hilal de Arabia Saudita. Este resultado no fue solo una victoria deportiva; fue una declaración geopolítica. El triunfo del equipo saudí, impulsado por una inversión estatal sin precedentes, simbolizó el ascenso de un nuevo poder en el fútbol, uno que no proviene de la tradición, sino del capital soberano, alterando el mapa de poder que durante décadas dominaron Europa y Sudamérica.
El Mundial de Clubes se convirtió en un crisol de perspectivas divergentes:
Este torneo no es un hecho aislado. Es la consecuencia de décadas de globalización en el fútbol, desde la Ley Bosman que liberalizó el mercado de jugadores en Europa hasta la irrupción de los petroestados como actores centrales. La FIFA, en su búsqueda de nuevas fuentes de ingreso, ha apostado por un modelo que expande el producto “fútbol de clubes” a escala planetaria.
Hoy, el Mundial de Clubes ha concluido su primera edición ampliada, pero las preguntas que planteó siguen resonando. ¿Es este el futuro del fútbol o una burbuja insostenible? ¿La irrupción de nuevos poderes económicos democratiza la competencia o simplemente crea una nueva oligarquía? El trono del fútbol, antes disputado casi exclusivamente entre Europa y Sudamérica, hoy se muestra fracturado, con múltiples pretendientes y un futuro incierto. El torneo no ofreció respuestas definitivas, pero sí un diagnóstico claro: el viejo orden ha sido desafiado y las reglas del juego están cambiando a una velocidad vertiginosa.