Un hecho, en apariencia anecdótico, puede condensar las tensiones de toda una época. Que el director del Servicio de Impuestos Internos (SII), la máxima autoridad fiscalizadora del país, haya omitido el pago de contribuciones de una de sus propiedades durante nueve años no es solo una falta administrativa o un escándalo pasajero. Es una señal potente, un sismo que remece los cimientos de una de las convenciones más fundamentales de la vida en sociedad: el contrato social tributario.
El caso de Javier Etcheberry trasciende su biografía. Su defensa, centrada en las frustraciones de una burocracia municipal que le impidió regularizar su vivienda, resonó en la ciudadanía no como una justificación, sino como la confirmación de un privilegio. Para el ciudadano común, la burocracia no es una excusa que exima de responsabilidades; es un obstáculo a superar, bajo amenaza de multas e intereses. La percepción inmediata fue la de una asimetría inaceptable: una ley flexible para la élite, implacable para el resto. Este evento, por tanto, dejó de ser sobre un individuo para convertirse en un espejo de la fractura entre el Estado, sus representantes y la ciudadanía.
La renuncia de Etcheberry cierra un capítulo, pero abre la puerta a escenarios futuros divergentes. La trayectoria que tome Chile no dependerá del hecho en sí, sino de la interpretación y las acciones colectivas que se deriven de él. Se vislumbran tres futuros probables para la confianza y la cultura tributaria del país.
En este escenario, el más probable por inercia, el caso se suma al largo historial de escándalos de élite que alimentan el cinismo. La frase "si el jefe no paga, ¿por qué yo sí?" deja de ser un murmullo y se convierte en una justificación moral para la evasión y la elusión a pequeña y mediana escala. La confianza en la imparcialidad del SII, un activo institucional clave, sufre un daño profundo y duradero.
Las consecuencias a mediano plazo son una caída en la recaudación voluntaria y un aumento de los costos de fiscalización. Cualquier intento de pacto fiscal o reforma tributaria que implique un mayor esfuerzo de los contribuyentes nace muerto, despojado de toda legitimidad social. El discurso público se ancla en la desconfianza, haciendo del sistema tributario un campo de batalla de baja intensidad donde la "cultura del atajo" se normaliza como estrategia de supervivencia. Políticamente, se abona el terreno para liderazgos populistas que prometen mano dura contra las élites, pero que en la práctica erosionan aún más la institucionalidad.
Este futuro, más optimista pero también más exigente, ve la crisis como un catalizador para un cambio significativo. El shock provocado por la falta de Etcheberry obliga a la clase política y a las instituciones a ir más allá de los gestos simbólicos. Se inicia una agenda de reformas pro-transparencia y pro-equidad que busca restaurar la confianza perdida.
Las medidas podrían incluir la modernización y digitalización obligatoria de los procesos municipales de regularización de propiedades, la creación de una unidad de auditoría interna en el SII con autonomía para investigar a funcionarios de alto rango y Personas Expuestas Políticamente (PEPs), y la revisión de los mecanismos de prescripción tributaria que generan percepciones de impunidad. Un nuevo pacto fiscal podría ser viable, pero solo si su pilar central es el combate visible y efectivo a los privilegios, antes que el simple aumento de la carga impositiva. Este escenario requiere una rara confluencia de voluntad política, presión ciudadana sostenida y liderazgo técnico con credibilidad.
Aquí, el caso es instrumentalizado para ahondar la polarización. En lugar de buscar soluciones, los distintos actores políticos utilizan el escándalo como un arma arrojadiza. La discusión deja de ser sobre cómo hacer el sistema más justo para convertirse en un cuestionamiento a la existencia misma del sistema.
Desde la derecha más dura, se argumenta que el caso demuestra la ineficiencia y corrupción inherente al Estado, justificando la necesidad de reducir drásticamente los impuestos y el tamaño del aparato público. Desde la izquierda más radical, se utiliza como prueba de que la élite es irreformable, demandando medidas punitivas y un control estatal absoluto sobre la economía. El centro, que busca un equilibrio entre un Estado funcional y un mercado dinámico, se ve pulverizado. El debate fiscal se transforma en una guerra cultural, paralizando cualquier avance y haciendo del país un territorio fiscalmente ingobernable, donde cada bando prefiere el colapso del sistema antes que ceder al otro.
Chile ha vivido otros quiebres de confianza, como los casos Penta o SQM. Sin embargo, el "Caso Etcheberry" posee una carga simbólica distinta. No se trata de privados corrompiendo al Estado, sino del corazón del aparato recaudador del Estado mostrando la misma debilidad que se le critica a la élite económica. Es una implosión de la autoridad moral.
El futuro no está escrito. Dependerá de decisiones críticas en el corto plazo. La elección del nuevo liderazgo del SII y las señales que emita serán determinantes. ¿Será un perfil técnico e independiente, con un mandato claro de fiscalizar "sin perdonazos"? ¿O será una figura que busque apaciguar las aguas sin realizar cambios de fondo? La narrativa que construya el gobierno y la capacidad de la sociedad civil para exigir responsabilidades serán los factores que inclinen la balanza hacia uno de los tres escenarios.
En última instancia, la "contribución fantasma" de Javier Etcheberry ha dejado al descubierto una pregunta fundamental que Chile debe responder: ¿es el pacto social un acuerdo de deberes y derechos que aplica a todos por igual, o es un arreglo de conveniencia donde las reglas se adaptan al poder de quien las infringe? La respuesta a esa pregunta definirá la solidez de su democracia y su cohesión social en la próxima década.