El fútbol, a menudo, funciona como un espejo de la psique colectiva. Y el de Chile, hoy, refleja una imagen distorsionada, melancólica. La casi segura eliminación del Mundial 2026, la tercera consecutiva, no es una simple crónica de malos resultados, falta de gol o decisiones técnicas fallidas. Es el estruendo final de un edificio que se viene abajo: el de la "Generación Dorada". Este no es el análisis de una derrota; es la proyección de lo que viene después, cuando el eco de los triunfos se apaga y solo queda la tarea de reconstruir sobre las ruinas de la memoria.
El ciclo que se cierra fue mucho más que deportivo. Las Copas América de 2015 y 2016 cimentaron un contrato afectivo entre la selección y la ciudadanía, basado en una narrativa de éxito improbable, de un grupo de jugadores que demostró que era posible ganar. Hoy, ese contrato está roto. Los síntomas son evidentes: un técnico como Ricardo Gareca, contratado como la última esperanza, se despide con los peores números de la historia reciente. Un ídolo como Arturo Vidal es sustituido entre burlas y el equipo mejora. Y en un acto de disonancia cognitiva nacional, el público del Estadio Nacional ovaciona al rival, Lionel Messi, mientras abuchea a su propio entrenador. Estas no son anécdotas, son señales del futuro.
Un futuro probable es el de la parálisis nostálgica. En este escenario, el fútbol chileno se instala en un duelo permanente, incapaz de superar la sombra de sus héroes caídos. Cada nuevo jugador será medido con la vara inalcanzable de Sánchez, Vidal o Medel. Cada entrenador será un interino a la espera de un milagro que lo equipare a los artífices de la gloria pasada.
La dinámica dominante será la búsqueda de culpables. La dirigencia de la ANFP, con un Pablo Milad que defiende su gestión hablando de “patrimonio positivo” y “trabajo a futuro” mientras el presente se desmorona, será el blanco principal. Los entrenadores, como ya ocurrió con Gareca, serán fusibles de un sistema que se resiste a la autocrítica profunda. Los propios jugadores de la "Generación Dorada" serán objeto de un juicio ambivalente: héroes por su pasado, villanos por no saber retirarse a tiempo.
Las consecuencias de este camino son la inestabilidad crónica, la alta rotación de proyectos y una presión insostenible sobre las nuevas generaciones, condenadas a fracasar antes de empezar. "La Roja" dejaría de ser un factor de cohesión para convertirse en una fuente recurrente de frustración nacional.
Una alternativa, más dolorosa pero potencialmente transformadora, es que el colapso actual actúe como un catalizador para una refundación. Este escenario no nace de la voluntad, sino de la necesidad. El fracaso sostenido obliga a la dirigencia, los clubes y los hinchas a aceptar que el modelo anterior se agotó por completo.
El foco se desplazaría de la obsesión por el resultado inmediato a la construcción de un proceso a largo plazo. Esto implicaría una inversión real y sostenida en el fútbol formativo, la modernización de la competencia local y, crucialmente, la despolitización de la ANFP para dar paso a una gestión técnica y estratégica. En esta visión, el éxito ya no se mediría solo en copas, sino en la capacidad de desarrollar talento de forma sistemática y de competir con regularidad.
El punto de inflexión crítico será la elección del próximo cuerpo técnico y el proyecto que lo sustente. ¿Se optará por otro nombre de cartel para calmar a la opinión pública o se apostará por un arquitecto paciente, con mandato para perder hoy con tal de construir el equipo de mañana? La respuesta a esa pregunta definirá la década.
Más allá de la cancha, lo que está en juego es la reconfiguración de una parte de la identidad colectiva. Chile aprendió a narrarse a sí mismo a través de la épica de la "Generación Dorada". Ahora debe aprender a gestionar el fracaso y la mediocridad. La ovación a Messi es sintomática: ante la ausencia de héroes propios, la admiración se externaliza, se vuelve un acto de consumo estético más que de pertenencia.
El hincha también mutará. El fanático incondicional, que vivió las victorias como propias, podría dar paso a un espectador más crítico y distante. Un ciudadano que exige transparencia en la gestión, que valora el esfuerzo y el proyecto por sobre el triunfo puntual, y que ya no está dispuesto a firmar cheques en blanco emocionales. La relación con "La Roja" se volverá más transaccional, menos mística.
El ocaso de los ídolos plantea una pregunta final: ¿cómo gestiona una sociedad a sus héroes cuando envejecen? La dignidad con que Alexis Sánchez habla de su futuro (“Si hay alguien mejor que yo, tiene que jugar”) contrasta con la imagen de un Vidal enfrentado a su propio declive. Este microcosmos enseña que el fin de un ciclo no tiene por qué ser trágico si se asume con realismo.
El futuro del fútbol chileno no está escrito en las estrellas, sino en las decisiones que se tomen en los despachos de Quilín y en la mentalidad que adopten hinchas y medios. El país puede quedar atrapado en el museo de sus recuerdos dorados o puede usar el dolor de este fracaso como la energía necesaria para imaginar y construir un futuro distinto, uno donde la gloria no sea un evento extraordinario, sino la consecuencia de un trabajo silencioso y persistente.