La reciente declaración de culpabilidad de Ovidio Guzmán López, alias "El Ratón", ante una corte estadounidense no es solo el epílogo de una cacería de alto perfil. Es la señal más clara de que el modelo de crimen organizado que dominó Latinoamérica por décadas —basado en la lealtad familiar, los códigos de sangre y la figura del patriarca todopoderoso— ha implosionado. El "contrato de sangre" que unía a las grandes dinastías del narcotráfico, como la fundada por su padre, Joaquín "El Chapo" Guzmán, se ha roto. Lo que emerge de sus cenizas proyecta escenarios radicalmente distintos para la seguridad regional y el concepto mismo de soberanía.
Los hechos de los últimos 18 meses dibujan un mapa de esta fractura. La presunta traición que llevó a la captura de Ismael "El Mayo" Zambada en julio de 2024 a manos de los propios hijos de su socio histórico desató una guerra civil dentro del Cártel de Sinaloa. Esta guerra no es por honor, sino por el control del producto más rentable de la historia criminal moderna: el fentanilo. La respuesta de "Los Chapitos" a esta guerra interna fue un movimiento impensable bajo la vieja guardia: aliarse con su archienemigo, el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG). Este pacto, confirmado por la DEA, no es una tregua; es una fusión empresarial hostil, un realineamiento estratégico que prioriza la cuota de mercado sobre el linaje.
El futuro del crimen organizado se perfila menos como "El Padrino" y más como una corporación multinacional depredadora. La alianza Chapitos-CJNG es el prototipo. Estas nuevas entidades operan con una lógica puramente económica, despojada de sentimentalismos. Su estructura se asemeja a la de una empresa global: divisiones de producción (laboratorios de sintéticos), logística (rutas globales), finanzas (redes de lavado de dinero sofisticadas) y un brazo armado externalizado (sicarios y pandillas locales).
Este modelo presenta un desafío formidable para los Estados. La lealtad ya no es a un apellido, sino al balance final. Esto las hace más flexibles, adaptables y resilientes. Un líder capturado, como Ovidio, puede ser reemplazado con la misma frialdad con que se cambia a un CEO. Además, su capacidad para corromper no se limita a sobornos locales; buscan influir en mercados financieros, regulaciones comerciales y elecciones políticas a escala transnacional, operando en un espacio donde la jurisdicción de un solo país es insuficiente. Si esta tendencia se consolida, la "guerra contra las drogas" se transformará en una lucha contra un poder económico y paraestatal con un alcance global sin precedentes.
Una posibilidad alternativa, o quizás complementaria, es la fragmentación del poder criminal. La caída de un hegemón como el Cártel de Sinaloa en su forma tradicional crea un vacío que decenas de actores menores intentarán llenar. El resultado es una "balcanización" delictiva: un mosaico de facciones más pequeñas, locales y extremadamente violentas, luchando por cada esquina, puerto y ruta.
Las señales ya son visibles. En Sinaloa, la facción de los Zambada, liderada por "Mayito Flaco", avanza sobre Badiraguato, la cuna histórica de los Guzmán, borrando su legado con grafitis y plomo. En Ecuador, la captura y extradición de Adolfo Macías, "Fito", líder de Los Choneros, no garantiza la paz. Su ausencia podría exacerbar la guerra con bandas rivales como Los Lobos, sumiendo al país en una espiral de violencia aún más caótica y difícil de contener para un Estado ya debilitado. Este escenario de violencia atomizada y endémica haría que la seguridad ciudadana se deteriore drásticamente, con territorios enteros gobernados de facto por micro-cárteles sin una cabeza visible a la cual combatir.
La forma en que Ovidio Guzmán y "Fito" terminaron bajo custodia estadounidense revela una tercera macrotendencia: la tercerización de la justicia y la erosión de la soberanía nacional. La negociación directa de Estados Unidos con Ovidio, pasando por encima de las autoridades mexicanas, y la celebración en Ecuador por la extradición de "Fito" como una victoria, son dos caras de la misma moneda. Ambos eventos demuestran la incapacidad o falta de voluntad de los Estados latinoamericanos para procesar y contener a las figuras más poderosas del crimen dentro de sus propias fronteras.
Este fenómeno proyecta un futuro de soberanía fragmentada. Los gobiernos podrían encontrar políticamente rentable "exportar" sus problemas de seguridad más complejos, cediendo la aplicación de la ley a una potencia extranjera. A corto plazo, puede parecer una solución pragmática. A largo plazo, debilita fatalmente las instituciones locales, genera tensiones diplomáticas —como el malestar del gobierno mexicano— y crea un peligroso precedente donde la justicia depende de la agenda geopolítica de Washington. La colaboración de Ovidio podría desmantelar redes, pero también podría ser utilizada selectivamente para proteger activos de inteligencia o desestabilizar gobiernos no alineados.
El camino que tome el crimen organizado en la próxima década dependerá de factores críticos. La información que Ovidio Guzmán proporcione podría desencadenar una purga en la política mexicana o, por el contrario, ser contenida y dosificada por EE.UU. para sus propios fines. La durabilidad de la alianza Chapitos-CJNG es otro punto de inflexión: su éxito podría consolidar el modelo corporativo, mientras que su ruptura desataría una guerra de una escala nunca antes vista.
La era de las dinastías del narcotráfico ha terminado. El contrato de sangre fue reemplazado por contratos de conveniencia firmados con la tinta invisible del fentanilo. El futuro no ofrece una única narrativa, sino un abanico de posibilidades inquietantes: desde la consolidación de un monstruo corporativo global hasta la desintegración en una violencia caótica. En todos los escenarios, el Estado-nación tradicional parece un actor superado, forzado a redefinir su papel y su poder en un tablero donde las reglas ya no las dicta solo él. La pregunta que queda abierta es si los ciudadanos podrán encontrar seguridad y justicia en este nuevo orden fragmentado.