El mantra que definió a una generación de gigantes tecnológicos, “Don"t Be Evil”, ha sido silenciosamente archivado. En su lugar, emerge un imperativo más pragmático y sombrío: “Don"t Be a Target”. Lo que antes era una relación incómoda y a menudo negada entre Silicon Valley y el complejo militar-industrial, hoy es una alianza estratégica a plena luz del día. Empresas como Palantir, antes consideradas una anomalía por sus profundos lazos con la inteligencia y la defensa, son ahora el modelo a seguir. Su software Gotham no solo rastrea inmigrantes para el ICE bajo contratos millonarios, sino que simboliza la nueva normalidad: la tecnología como herramienta directa del poder estatal.
La señal más clara de este cambio de era es la modificación de los principios éticos de los propios titanes tecnológicos. En enero de 2024, OpenAI eliminó de sus políticas la prohibición explícita del uso de su tecnología para fines “militares y de guerra”. Google le siguió en febrero de 2025, borrando de su código de conducta la restricción al desarrollo de armamento. Estas no son decisiones aisladas, sino la respuesta a un nuevo escenario global donde la administración Trump en Estados Unidos promete invertir un billón de dólares para “modernizar” sus fuerzas armadas con Inteligencia Artificial, convirtiendo la superioridad algorítmica en una cuestión de seguridad nacional.
El futuro más probable a mediano plazo es la consolidación de dos esferas de influencia tecnológica irreconciliables: una liderada por Estados Unidos y su consorcio de empresas privadas (Meta, Google, Microsoft, Palantir), y otra por China y sus campeones tecnológicos respaldados por el Estado. La competencia ya no se libra solo en el comercio, sino en el control de la infraestructura digital, los datos que la alimentan y los algoritmos que la gobiernan.
Las inversiones lo confirman. Mientras Mark Zuckerberg anuncia la construcción de centros de datos colosales como “Prometheus” e “Hyperion” para alcanzar la “superinteligencia”, y Elon Musk recauda miles de millones para su startup xAI, el Departamento de Defensa de EE.UU. ya otorga contratos de cientos de millones a estas mismas compañías. La reciente tregua en la guerra de los chips, donde EE.UU. levantó restricciones sobre el software de diseño (EDA) a cambio de acceso a tierras raras chinas, debe entenderse no como un signo de paz, sino como una maniobra táctica en un conflicto prolongado. Cada bando se reabastece y prepara para la siguiente fase de la contienda.
Un factor de incertidumbre clave es la resistencia interna. Las protestas de empleados en Google contra el Proyecto Nimbus (que provee servicios de nube al ejército israelí) o la rebelión en la NASA contra los recortes científicos en favor de una agenda espacial militarizada, demuestran que la fusión no está exenta de fricciones. Sin embargo, el argumento de la “seguridad nacional” ha demostrado ser una herramienta poderosa para silenciar la disidencia y eludir la regulación.
La alianza tecno-militar está acelerando el desarrollo de armamento que hasta hace poco pertenecía a la ciencia ficción. A medida que empresas como OpenAI se asocian con contratistas de defensa como Anduril, el código se convierte explícitamente en un arma. Esto nos proyecta a un futuro donde los Sistemas de Armas Autónomas Letales (LAWS), o “robots asesinos”, dejan de ser un debate ético para convertirse en una realidad táctica.
El riesgo principal es la proliferación. Así como la tecnología de drones se democratizó en la última década, las herramientas de IA para la guerra podrían volverse accesibles no solo para las superpotencias, sino también para naciones más pequeñas, ejércitos privados y actores no estatales. La guerra del futuro podría ser definida por enjambres de drones autónomos, sistemas de vigilancia predictiva que identifican objetivos sin intervención humana y ciberataques impulsados por IA capaces de paralizar infraestructuras críticas. El punto de inflexión será la primera vez que un sistema de IA tome una decisión letal de forma completamente autónoma en un campo de batalla, un umbral que, una vez cruzado, será casi imposible de revertir sin tratados internacionales robustos que hoy parecen lejanos.
Para el resto del mundo, y en particular para naciones como Chile, este nuevo orden presenta un dilema existencial. Depender de la infraestructura tecnológica de EE.UU. o China significa supeditarse a sus reglas, sus conflictos y sus vulnerabilidades. La tecnología ya no es una herramienta neutral de productividad, sino un vector de influencia geopolítica.
En respuesta, vemos los primeros brotes de una carrera por la soberanía tecnológica. El proyecto “Invictus” de la Agencia Espacial Europea para desarrollar vehículos hipersónicos de doble uso es un claro ejemplo de este impulso por la “autonomía estratégica”. Europa no quiere depender de la tecnología estadounidense o china para su defensa y acceso al espacio. Este mismo cálculo se está haciendo en cancillerías desde Brasilia hasta Nueva Delhi.
Para un país de escala media, el desafío es monumental. ¿Es viable económicamente construir una infraestructura de nube soberana, desarrollar modelos de IA propios y garantizar cadenas de suministro de hardware seguras? ¿O es más pragmático aceptar el estatus de “cliente” de una de las superpotencias, con todos los riesgos que ello implica? La decisión que tomen las naciones no alineadas en la próxima década definirá no solo su política exterior, sino su propio modelo de desarrollo económico y social.
El futuro que se perfila es uno donde la tecnología es inseparable del poder. La utopía de un mundo conectado y abierto se desvanece ante la realidad de una red fragmentada y militarizada. Los riesgos de una carrera armamentista fuera de control son inmensos, pero también surgen oportunidades para forjar nuevas alianzas y establecer un diálogo global sobre las reglas que deben gobernar este nuevo dominio del conflicto. La pregunta ya no es si la tecnología se usará para la guerra, sino cómo la humanidad decidirá gestionar un futuro donde el código puede ser tan letal como el acero.