Cuando en julio de 2025 el Chelsea levantó la copa del primer Mundial de Clubes con 32 equipos, el resultado deportivo fue casi una anécdota. Lo que realmente se inauguró en los estadios de Estados Unidos no fue solo un nuevo formato de torneo, sino un laboratorio a escala real para el futuro de la influencia global. La final, marcada por la omnipresencia del presidente Donald Trump, la frustración violenta del técnico del PSG y la sorprendente afirmación de que el trofeo original ahora residía en la Casa Blanca, dejó de ser una crónica deportiva para convertirse en un manifiesto. Este evento no fue un punto de inflexión; fue la confirmación de una tendencia: la fusión irreversible entre el poder estatal, el entretenimiento de masas y la redefinición de la soberanía en la era del espectáculo.
Las señales estaban ahí mucho antes del pitazo final. La sorpresiva victoria del Al Hilal saudí sobre el Manchester City ya había demostrado que el mapa del poder futbolístico se está redibujando con petrodólares y ambición geopolítica. Sin embargo, la final entre el PSG (propiedad qatarí) y el Chelsea (de capitales estadounidenses) en suelo norteamericano, bajo la atenta mirada de un mandatario que convirtió la ceremonia en un acto de campaña, aceleró el proceso. Estamos entrando en una nueva fase donde el soft power se vuelve hard spectacle: ya no se trata solo de influir sutilmente, sino de poseer la narrativa, los símbolos y el escenario.
El Mundial de Clubes 2025 proyecta un futuro en el que los Estados-nación operan cada vez más como franquicias de entretenimiento global. La presencia de Trump en el podio, flanqueado por cazas militares sobrevolando el estadio, no fue un mero acto protocolar, sino la declaración de que el evento era, en esencia, una producción estadounidense. Este modelo podría convertirse en la norma, no en la excepción.
Un escenario probable a mediano plazo es una “carrera armamentista de espectáculos”. Futuros anfitriones de Juegos Olímpicos o Copas del Mundo podrían sentirse presionados a superar la puesta en escena anterior. ¿Veremos a líderes mundiales no solo inaugurando eventos, sino actuando como maestros de ceremonia, participando activamente en la narrativa del triunfo o la derrota? Esto transforma la competencia deportiva en una competencia directa entre modelos de propaganda estatal. El riesgo es que el ideal de la neutralidad olímpica o la fraternidad de la FIFA se disuelva por completo, dando paso a eventos que son extensiones explícitas de la política exterior de sus anfitriones. El punto de inflexión crítico será si las federaciones internacionales como el COI o la FIFA establecen límites claros o, por el contrario, ven en esta politización una nueva y lucrativa fuente de poder y negociación.
La revelación de que el trofeo original del Mundial de Clubes fue supuestamente “regalado” a un jefe de estado es quizás la señal más potente y disruptiva de todas. Más allá de su veracidad, la sola idea de que un símbolo de competencia global pueda ser privatizado o convertido en un obsequio diplomático dinamita el concepto de soberanía deportiva.
Esto abre la puerta a un futuro donde los activos simbólicos de las organizaciones internacionales se vuelven transables. Si un trofeo puede ser regalado, ¿qué impide que el nombre de un estadio olímpico sea vendido a una nación en lugar de a una corporación? ¿O que el recorrido de la antorcha olímpica sea diseñado para legitimar fronteras en disputa? La relación entre Gianni Infantino y Donald Trump sugiere una alianza estratégica donde la FIFA obtiene acceso privilegiado al mercado y poder político estadounidense, a cambio de ceder un grado de autonomía simbólica sin precedentes. Esta dinámica podría replicarse en otras latitudes, con potencias emergentes exigiendo un trato similar. El mayor riesgo es que los trofeos y medallas dejen de representar un mérito deportivo universal para convertirse en artefactos de poder geopolítico, vaciando de significado la competencia misma.
En medio de este gran teatro, los individuos quedan atrapados en roles cada vez más complejos. La agresión de Luis Enrique, técnico de un equipo-estado como el PSG, puede interpretarse no solo como mal perder, sino como la manifestación de una presión insostenible donde una derrota deportiva es también una derrota geopolítica. Por otro lado, la visible incomodidad de los jugadores del Chelsea al compartir su momento de gloria con una figura política polarizante anticipa el dilema del atleta del futuro.
Se perfilan dos trayectorias divergentes. Una es la del atleta-embajador, perfectamente alineado con los intereses del Estado o del conglomerado que financia su club, evitando cualquier controversia y actuando como un vehículo dócil para la propaganda. La otra es la del atleta-activista, que utiliza su plataforma para desafiar esta instrumentalización, arriesgando su carrera en el proceso. La tensión entre estas dos posturas definirá la próxima década. Si los jugadores se convierten en meros peones en un tablero geopolítico, el deporte perderá su alma. Pero si una masa crítica de ellos se rebela, podrían forzar una muy necesaria conversación sobre los límites éticos de la industria.
El Mundial de Clubes 2025 no será recordado por sus goles, sino por haber expuesto las reglas del juego que se avecina. La tendencia dominante apunta hacia una mayor integración del espectáculo deportivo en las estrategias de poder nacional, donde la capacidad de montar un evento deslumbrante será tan importante como el resultado en la cancha. El riesgo latente es la total fragmentación del deporte global en bloques de influencia, con más boicots, tensiones políticas y un cinismo creciente por parte del público.
Sin embargo, toda acción genera una reacción. La descarada politización de un evento puede también despertar una conciencia crítica en audiencias y deportistas. Podría catalizar movimientos que exijan mayor transparencia a las federaciones, códigos de conducta más estrictos para los países anfitriones y una protección real de la autonomía del deporte. El futuro no está escrito. La pregunta que nos deja el espectáculo de 2025 es si seremos meros espectadores de esta fusión de poder y entretenimiento, o si exigiremos que el juego, al menos en la cancha, siga perteneciendo a los jugadores y a quienes lo aman por lo que es: una competencia de méritos, no de propaganda.