Lo que comenzó como un gesto de reparación histórica —la compra por parte del Estado de la casa de Salvador Allende en la calle Guardia Vieja para convertirla en un museo— ha mutado en un complejo campo de batalla legal y político. Más allá del error administrativo que frustró la operación debido a las inhabilidades constitucionales de sus vendedoras, la senadora Isabel Allende y la entonces ministra Maya Fernández, el episodio ha destapado una serie de tensiones subterráneas que definirán el futuro de cómo Chile gestiona, valora y disputa su memoria.
El caso no es un hecho aislado. La posterior ampliación de las acciones legales para revertir la transferencia de otro inmueble a la Fundación Salvador Allende (FSA) en 2004, el Palacio Heiremans, evidencia un patrón emergente. No estamos ante una simple controversia, sino frente a un punto de inflexión que proyecta al menos tres escenarios futuros para el patrimonio, la memoria y el poder en el país.
La principal señal que emana de esta crisis es la consolidación de los tribunales como el nuevo campo de batalla para las guerras de la memoria. La estrategia empleada por actores de la oposición, como la Fundación Fuerza Ciudadana, de utilizar acciones de nulidad de derecho público para cuestionar actos administrativos vinculados a figuras de la izquierda, establece un precedente poderoso. Si esta tendencia se consolida, el futuro del patrimonio chileno podría ser decidido más por sentencias judiciales que por políticas culturales o consensos sociales.
En el mediano plazo, esto podría conducir a un "patrimonio de trinchera": un estado de parálisis y conflicto permanente donde cada sector político utiliza el andamiaje legal para proteger sus símbolos y atacar los del adversario. Podríamos ver una escalada de demandas cruzadas apuntando a fundaciones, monumentos o centros culturales asociados a figuras de todo el espectro ideológico. El riesgo mayor es que el patrimonio deje de ser un espacio de encuentro y reflexión para convertirse en un territorio legalmente minado, donde cualquier iniciativa estatal de preservación sea vista con sospecha y potencialmente bloqueada en tribunales. La pregunta clave es si el poder judicial logrará establecer una jurisprudencia clara y técnica que lo aísle de la polarización, o si se convertirá en un árbitro más de la contienda política.
El segundo escenario proyecta una crisis de legitimidad para el modelo de las fundaciones políticas. La controversia en torno a la FSA, tanto por la fallida venta de la casa como por el acuerdo con el Serviu por el Palacio Heiremans —donde una deuda millonaria se saldó con obras de arte que nunca fueron físicamente trasladadas al Estado—, expone una zona gris crítica: la intersección entre la gestión de un legado histórico, los intereses familiares y las transacciones con el aparato público.
El futuro de estas organizaciones dependerá de su capacidad para adaptarse a una nueva exigencia de transparencia y gobernanza. A largo plazo, es probable que surja una presión social y política para regularlas de manera más estricta, similar a como se ha hecho con otras entidades sin fines de lucro. Se cuestionará su estructura, a menudo de carácter familiar; sus fuentes de financiamiento; y su capacidad de influencia sobre decisiones estatales. Las fundaciones se enfrentarán a una disyuntiva: o se profesionalizan, adoptando estándares de gobierno corporativo y abriendo su gestión a actores externos, o se arriesgan a ser percibidas como lobbies de la memoria que instrumentalizan un apellido histórico para obtener beneficios o privilegios.
Un punto de inflexión crítico sería la tramitación de una "Ley de Fundaciones Políticas", que podría establecer límites claros a sus operaciones con el Estado y obligarlas a rendir cuentas de manera más rigurosa. Esto no solo afectaría a la Fundación Allende, sino que sentaría un nuevo estándar para todas las organizaciones dedicadas a preservar el legado de figuras públicas.
Finalmente, el caso revela la compleja dinámica de la mercantilización de la memoria. El Estado, al intentar comprar la casa de Guardia Vieja, actuó como un comprador más en el mercado, enfrentándose a la tensión entre el valor inmobiliario de una propiedad y su incalculable capital simbólico. La fallida operación demuestra los riesgos de que el Estado actúe de manera reactiva y tardía en la protección de su patrimonio.
A futuro, es plausible que el Estado se vea cada vez más forzado a "comprar" fragmentos de su propia historia que permanecen en manos privadas. Esto abre un debate fundamental: ¿cómo se tasa la memoria? ¿Debe el Fisco pagar precios de mercado por bienes de interés público? Este escenario podría generar un mercado de reliquias políticas, donde el valor de un objeto o inmueble se dispara por su carga histórica, incentivando la especulación.
El mayor riesgo es que la preservación del patrimonio nacional quede supeditada a los ciclos presupuestarios y a la voluntad política del gobierno de turno. Si el Estado falla —sea por falta de fondos, por errores de procedimiento como en este caso, o por falta de interés político—, sitios de gran valor histórico podrían perderse, ser adquiridos por intereses privados que desvirtúen su significado o, en el peor de los casos, caer en el olvido. La alternativa a esta mercantilización desregulada es la creación de mecanismos más robustos y proactivos de protección patrimonial que no dependan exclusivamente de la compraventa.
La herencia disputada de Salvador Allende es mucho más que una crónica de errores políticos y legales. Actúa como un catalizador que acelera debates impostergables para la sociedad chilena. Los caminos que se abren a partir de esta crisis definirán si Chile avanza hacia una gestión de su pasado más institucional y consensuada, o si profundiza las fracturas, dejando que la memoria sea un botín más en la arena del poder. La forma en que se resuelvan estas tensiones determinará no solo el destino de un par de inmuebles, sino la solidez del contrato social sobre el cual el país construye su relato de futuro.