En julio de 2025, un video casero conmovió a millones: una mujer de 100 años observaba, entre lágrimas y risas, una fotografía de su esposo, fallecido hace décadas, que de pronto la miraba y sonreía gracias a una aplicación de inteligencia artificial. Casi simultáneamente, la industria del cine anunciaba planes para traer de vuelta al actor Paul Walker, mediante un doble digital, para la entrega final de una saga multimillonaria. Estos eventos, aparentemente dispares, son en realidad dos caras de la misma moneda: la tecnología ha roto el monopolio de la muerte sobre la ausencia. Ya no es una pregunta de si podremos interactuar con réplicas de los que se han ido, sino de cómo, para qué y, sobre todo, quién controlará ese nuevo plano de existencia.
Estamos en el umbral de la resurrección digital, un fenómeno impulsado por modelos de IA generativa cada vez más sofisticados, como Veo 3 de Google, capaces de crear avatares hiperrealistas a partir de datos existentes. Esta capacidad, que se masifica a una velocidad vertiginosa, no solo promete redefinir la memoria y el entretenimiento, sino que plantea un profundo dilema sobre la naturaleza del duelo, la identidad post-mortem y el contrato social con la eternidad.
El futuro más probable, impulsado por la lógica del mercado, es la comercialización del duelo. Imaginemos un escenario a cinco años: plataformas por suscripción que ofrecen conversaciones ilimitadas con un avatar de un ser querido, entrenado con sus correos, mensajes y videos. Empresas de "legado digital" no solo archivarán nuestros datos, sino que ofrecerán paquetes de "presencia continua" para nuestros descendientes. El consuelo inicial, como el que sintió la abuela del video viral, podría convertirse en un servicio de pago, una dependencia emocional mediada por algoritmos.
En este futuro, la industria del entretenimiento ya no se limita a usar la imagen de estrellas fallecidas; crea nuevas obras con ellas. Actores, músicos y líderes de opinión podrían tener cláusulas en sus contratos cediendo los derechos de su "yo digital" para que siga produciendo contenido póstumamente. Esto abre una caja de Pandora: ¿es ético que una versión sintética de un artista cree obras que él o ella nunca concibió? ¿Podría un político fallecido ser usado para respaldar agendas que en vida habría rechazado? La tensión entre la misión de beneficio humano y el afán de lucro, visible en debates internos de compañías como OpenAI, se convierte aquí en el eje central del conflicto.
Una trayectoria alternativa, aunque no excluyente, enfoca esta tecnología como una herramienta para la sanación y la memoria colectiva. Psicólogos y terapeutas podrían utilizar simulaciones controladas para ayudar a los pacientes a procesar duelos traumáticos, permitiéndoles tener conversaciones "finales" en un entorno seguro. Las familias podrían construir archivos interactivos privados, donde las futuras generaciones no solo vean fotos de sus antepasados, sino que puedan "preguntarles" sobre sus vidas, creando un puente vivencial con el pasado.
A nivel social, la capacidad de recrear eventos históricos, como ya se hizo con el terremoto de Valdivia, podría transformar la educación y la museografía. Ya no leeríamos sobre la historia; podríamos caminar por una simulación de ella. Sin embargo, esto también conlleva el riesgo de la reescritura histórica a la carta, donde las simulaciones se ajusten a narrativas ideológicas, difuminando la frontera entre el documento y la propaganda.
Nos adentramos en un vacío legal y ético. La pregunta fundamental es: ¿quién tiene soberanía sobre la identidad digital de un fallecido? ¿La familia? ¿La empresa que posee la tecnología? ¿El propio individuo a través de un "testamento digital"? El caso de "Papa" Jake Larson, el veterano de guerra que acumuló un vasto legado en TikTok, es emblemático. Su "persona" digital, construida a través de miles de interacciones, ahora existe independientemente de él. ¿Debería ser preservada como un archivo estático o podría ser utilizada para generar nuevos "story times" que él nunca contó?
La legislación futura deberá abordar conceptos radicalmente nuevos como la "personalidad digital póstuma" y el "derecho al olvido digital" para los muertos. Sin un marco claro, el riesgo de explotación, suplantación de identidad y manipulación emocional es inmenso. El duelo, un proceso psicológico fundamental para la aceptación de la pérdida, podría ser interrumpido indefinidamente, creando una sociedad de individuos anclados a fantasmas digitales, incapaces de seguir adelante. Las reflexiones del hijo de Robin Williams, Zak, sobre el carácter no lineal del duelo, adquieren una nueva dimensión: ¿cómo se procesa la pérdida cuando la presencia, aunque artificial, es persistente y accesible con un clic?
No nos dirigimos a un único futuro, sino a un espectro de posibilidades que se negociarán en los próximos años. La tendencia dominante es la inevitable integración de estas herramientas en nuestros rituales de memoria y duelo. Se volverá tan común como hoy lo es revisar fotografías o videos antiguos. El mayor riesgo reside en una comercialización desregulada que priorice el engagement y el beneficio sobre el bienestar psicológico y la dignidad póstuma.
La oportunidad latente, sin embargo, es significativa. Si se diseñan conscientemente, estas tecnologías podrían aumentar nuestra capacidad de recordar, honrar y aprender del pasado, sin sustituir el proceso humano esencial de aceptar la pérdida. La pregunta que queda abierta para cada individuo, y para la sociedad en su conjunto, es qué tipo de ancestros digitales queremos ser. ¿Un eco fiel de nuestra vida o un fantasma maleable en la máquina, cuyo legado puede ser editado, vendido y reescrito para siempre?