Los episodios de violencia en el Internado Nacional Barros Arana (INBA) —desde la tragedia de octubre de 2024 con decenas de estudiantes quemados hasta la agresión directa a su rector en junio de 2025— han dejado de ser simples noticias de orden público. Observados con distancia, estos eventos se revelan como señales potentes de una fractura más profunda: la desintegración del contrato social dentro del espacio educativo. El aula, concebida históricamente como el motor de la movilidad social y la formación ciudadana, se transforma en un territorio en disputa, un escenario donde la autoridad del Estado se ha evaporado y la violencia emerge como un lenguaje soberano. Lo que ocurre en los liceos emblemáticos no es solo una crisis de seguridad; es un prólogo de los posibles futuros que enfrentará la sociedad chilena en su relación con las nuevas generaciones y la legitimidad de sus instituciones.
Una de las trayectorias más probables es la consolidación de un apartheid educativo. La violencia recurrente, sumada a la percepción de ingobernabilidad, acelera el éxodo de las familias que aún ven en los liceos emblemáticos una oportunidad. Estos colegios, antes símbolos de mérito republicano, corren el riesgo de convertirse en espacios de contención más que de formación. La matrícula se reduce y cambia su composición, concentrando a estudiantes con menos alternativas y, a menudo, mayores niveles de vulnerabilidad y desafecto.
En este escenario, la respuesta del Estado se vuelve predominantemente securitaria: se refuerzan leyes como "Aula Segura", se instalan detectores de metales y la presencia policial se normaliza. Sin embargo, esta estrategia no resuelve las causas subyacentes y, por el contrario, profundiza la alienación. El proyecto pedagógico queda subordinado a la gestión del riesgo, y el liceo se transforma en un gueto simbólico donde el Estado renuncia a educar para limitarse a controlar. La promesa de igualdad de oportunidades se desvanece, consolidando la segregación que el sistema pretendía combatir.
Los "overoles blancos" y el uso de bombas molotov podrían estar transitando de ser una táctica de grupos marginales a convertirse en una sintaxis normalizada de la protesta para una facción de la juventud. La investigación sobre redes de adultos que financian y organizan a estos grupos sugiere una intencionalidad política que trasciende el descontento estudiantil espontáneo. Este fenómeno se nutre de una profunda desconfianza en los canales institucionales y en la capacidad del diálogo para generar cambios.
Si esta tendencia se consolida, la violencia extrema dejaría de ser un último recurso para transformarse en el primer argumento. Este lenguaje podría extenderse más allá de los liceos, contagiando otras formas de conflicto social. El Estado, a su vez, quedaría atrapado en un dilema: la mano dura podría legitimar la narrativa de la opresión y escalar el conflicto, mientras que la inacción sería interpretada como debilidad, cediendo terreno a quienes imponen su agenda por la fuerza. Este futuro nos presenta una sociedad donde el debate público es reemplazado por una dialéctica de la destrucción, erosionando los cimientos de la convivencia democrática.
La agresión directa al rector del INBA no es solo un ataque a una persona, sino al símbolo de la autoridad institucional. Cuando la figura del director es neutralizada y el espacio escolar se vuelve impenetrable para las fuerzas de orden, el Estado pierde de facto su soberanía sobre ese territorio. Este vacío de poder no permanece como tal; es ocupado por nuevas formas de organización.
En este escenario, los liceos se convierten en micro-soberanías gobernadas por las facciones más organizadas y violentas. La autoridad ya no reside en el reglamento escolar o en los docentes, sino en la capacidad de intimidar y controlar. Este es un punto de inflexión crítico, pues abre la puerta a la infiltración de lógicas ajenas al mundo estudiantil, incluyendo las de grupos anarquistas radicalizados o incluso bandas criminales que ven en estos jóvenes descontentos un caldero de reclutamiento. El colegio deja de ser una institución pública para convertirse en un campo de batalla donde distintos actores, con agendas a menudo opacas, luchan por el control simbólico y físico del territorio.
El futuro más probable no es la materialización pura de uno de estos escenarios, sino una hibridación compleja y tensa. La educación pública emblemática continuará su declive hacia la guetización, mientras la violencia como método de protesta se mantendrá como una amenaza latente, activada por grupos que disputan el control de estos espacios. La tendencia dominante es la pérdida del liceo como un espacio compartido para la construcción de ciudadanía.
El riesgo mayor es el colapso definitivo del pacto educativo republicano, dando paso a una generación para la cual el Estado no es un garante de derechos, sino un adversario a combatir. Sin embargo, toda crisis profunda alberga una oportunidad latente, aunque remota. El shock provocado por la violencia podría, eventualmente, forzar a la sociedad a una reinvención radical del modelo educativo: nuevas formas de gobernanza comunitaria, currículos que conecten con las realidades de los jóvenes y canales efectivos de participación que desactiven la violencia como única vía de expresión.
Las llamas en el INBA no solo queman buses o hieren cuerpos; iluminan las grietas de un modelo agotado. La pregunta que queda abierta es si la sociedad chilena será capaz de ver en ese reflejo una advertencia para reconstruir el contrato social, o si simplemente se acostumbrará a observar cómo sus escuelas se convierten en el campo de entrenamiento de sus futuros conflictos.