Hace más de dos meses, los televisores chilenos sintonizados en la frecuencia de Telecanal dejaron de emitir su programación habitual. En su lugar, apareció sin previo aviso la señal de Russia Today (RT), el medio financiado por el Kremlin. Lo que pudo ser una anécdota de la parrilla programática se convirtió rápidamente en el epicentro de un debate profundo que, decantado por el tiempo, revela las fisuras en la concepción de la soberanía mediática, la libertad de expresión y el rol de Chile en un tablero geopolítico cada vez más polarizado.
El 18 de junio de 2025, la sorpresa inicial dio paso a la acción política. Diputados de la UDI oficiaron al Consejo Nacional de Televisión (CNTV), solicitando una investigación sobre el acuerdo comercial entre Telecanal y RT, y alertando sobre el “uso político” del medio ruso, cuya difusión está restringida en la Unión Europea y en gigantes digitales como Facebook y YouTube. La embajada de Rusia en Santiago, por su parte, celebró la llegada del canal como un triunfo de la pluralidad informativa, ofreciendo una “perspectiva diferente sobre los acontecimientos mundiales”.
La respuesta del CNTV, emitida días después, marcó el primer nudo crítico del conflicto. El organismo, presidido por Mauricio Muñoz, defendió su incapacidad de ejercer censura previa, un pilar de la libertad de expresión en Chile. “No se censura contenido por su origen o fuente, sino que se evalúa su apego a la ley una vez transmitido”, declaró el Consejo. Sin embargo, reconoció que “la transmisión de contenidos provenientes de un gobierno en guerra, como es el caso de Rusia, puede abrir legítimos debates sobre el resguardo del pluralismo y la democracia”. En consecuencia, el CNTV inició una fiscalización, solicitó un informe detallado a Telecanal y ofició a la Subsecretaría de Telecomunicaciones (Subtel) para revisar el estado de la concesión.
El conflicto escaló cuando un actor de la propia industria entró en escena. El 1 de julio, Canal 13 presentó una denuncia formal ante el CNTV, acusando a Telecanal de ceder de facto su concesión a un actor estatal extranjero, lo que contravendría la normativa que rige el espectro radioeléctrico chileno. La disputa dejó de ser solo política y regulatoria para convertirse en una batalla comercial y de principios entre pares.
Pasado el fragor inicial, las posturas se han solidificado, mostrando un complejo entramado de intereses y visiones:
El desembarco de RT en Chile no es solo una noticia sobre medios; es un síntoma de varias realidades convergentes: la precariedad económica de algunos canales de televisión nacionales que los hace vulnerables a acuerdos de este tipo, la creciente sofisticación de las estrategias de influencia internacional y la polarización de una ciudadanía que desconfía de los medios tradicionales y busca activamente fuentes alternativas, sin necesariamente contar con las herramientas para discernir entre periodismo y propaganda.
El tema está lejos de estar cerrado. La investigación del CNTV sigue su curso y su resolución sentará un precedente sobre cómo Chile regula su soberanía mediática en el siglo XXI. Más allá del resultado legal, la “Frecuencia de Moscú” ha obligado al país a mirarse al espejo y a preguntarse qué información consume, quién la produce y con qué propósito. Ha instalado, quizás de forma incómoda pero necesaria, una conversación crítica sobre la fragilidad del ecosistema informativo y la responsabilidad de ciudadanos, reguladores y medios en la defensa de una democracia saludable.