Cuando el para-atleta de origen cubano Yunerki Ortega declaró que recibir la nacionalidad chilena era un sentimiento “más grande que un oro olímpico”, sus palabras trascendieron la anécdota personal para convertirse en una señal potente sobre el futuro de la identidad en Chile. Su caso, que culminó en julio de 2025 con la aprobación unánime de su nacionalidad por gracia en el Congreso, no es solo la historia de un deportista que busca un nuevo horizonte. Es la materialización de un contrato simbólico no escrito, un “Contrato de la Bandera”, donde la nación ofrece pertenencia a cambio de talento, lealtad y, sobre todo, de un compromiso emocional profundo. Este fenómeno obliga a proyectar cómo se reconfigurará el concepto de "ser chileno" en las próximas décadas.
La trayectoria de Ortega, sumada a la de otros deportistas nacionalizados como Santiago Ford y Yasmani Acosta, sugiere una transición desde una concepción tradicional de la nacionalidad —anclada en el ius soli (derecho de suelo) o el ius sanguinis (derecho de sangre)— hacia una identidad por adhesión. En este futuro plausible, el ser chileno no se hereda únicamente, sino que también se elige, se construye y se demuestra a través de la contribución al proyecto país.
Este modelo se fundamenta en lo que podría llamarse la “soberanía del sentimiento”: el reconocimiento de que la lealtad afectiva y el deseo explícito de representar a una nación son criterios tan válidos como el lugar de nacimiento. Si esta tendencia se consolida, Chile podría evolucionar hacia una identidad nacional más fluida y cosmopolita, donde los “nuevos chilenos” no son vistos como elementos externos, sino como co-constructores activos de la narrativa nacional. El orgullo ya no residiría solo en la historia heredada, sino también en la capacidad del país para atraer y acoger a quienes, como Ortega, eligen jurar lealtad a su bandera por convicción y no por accidente biográfico.
Desde una perspectiva más pragmática, el mecanismo de la "nacionalidad por gracia" está evolucionando para convertirse en una herramienta de política de Estado para la adquisición de capital simbólico. En un mundo globalizado, las medallas, el reconocimiento internacional y los relatos de éxito son activos intangibles de gran valor. La nacionalización de atletas de alto rendimiento es una inversión de bajo costo y alto impacto para fortalecer la marca-país.
El punto de inflexión crítico será si este mecanismo se expande más allá del deporte. ¿Veremos en el futuro nacionalizaciones por gracia para científicos, artistas o innovadores tecnológicos que elijan Chile como su base de operaciones? Esta posibilidad abre un escenario de competencia global por el talento, donde la nacionalidad es una oferta estratégica.
Sin embargo, este enfoque genera un factor de incertidumbre fundamental: la equidad. Mientras se celebra a figuras como Ortega, miles de migrantes anónimos enfrentan procesos de regularización lentos y una integración social precaria. Esto podría derivar en una política migratoria de dos velocidades: una vía rápida y celebratoria para el talento “excepcional” y otra burocrática y llena de obstáculos para la migración “común”. La controversia reciente sobre la obligatoriedad del voto para extranjeros, donde se debate si deben tener las mismas obligaciones que los ciudadanos chilenos, es un claro indicador de que la integración plena está lejos de ser un consenso. El riesgo latente es construir una sociedad que acoge campeones, pero que mantiene en un limbo de derechos al resto de la población migrante.
El futuro más probable no es ni una utopía multicultural ni una fortaleza identitaria, sino un espacio de negociación constante. La celebración de Yunerki Ortega coexiste con dinámicas sociales más complejas. La airada defensa del acento chileno ante burlas en podcasts extranjeros, por ejemplo, revela una sensibilidad a flor de piel sobre la identidad local y una resistencia instintiva a la homogeneización.
La narrativa de Ortega es positiva porque se alinea con un arquetipo heroico que refuerza el orgullo nacional: el luchador que supera la adversidad y elige a Chile para alcanzar la gloria. La pregunta clave a futuro es: ¿qué sucederá cuando las voces migrantes no solo busquen asimilarse y retribuir, sino también cuestionar o transformar las narrativas nacionales? La verdadera prueba de madurez de un Chile multicultural no será cuántos talentos importa, sino cómo gestiona la disonancia y el debate que inevitablemente traerá una sociedad más diversa.
Los debates políticos sobre los derechos y deberes de los extranjeros, como el del voto, son el campo de pruebas institucional donde estas tensiones se resolverán. El camino que se tome —hacia una integración con plenos derechos o hacia una asimilación selectiva— definirá el carácter de la nación.
El caso de Yunerki Ortega es un espejo en el que Chile se mira para proyectar su futuro. Es un símbolo poderoso que obliga a una conversación nacional sobre quiénes somos y, más importante, quiénes queremos llegar a ser. La emoción genuina de un atleta al recibir una nueva bandera puede ser el prólogo de una identidad más abierta, definida por la elección y la contribución. O bien, podría ser el perfeccionamiento de una estrategia para gestionar el capital humano y simbólico en un mundo competitivo. El significado final de este “Contrato de la Bandera” está, por ahora, pendiente de escritura. Su desenlace dependerá de las decisiones políticas y sociales que el país tome en los próximos años, delineando el alma de la chilenidad del siglo XXI.