A más de dos meses de que Elon Musk anunciara su salida como asesor de la Casa Blanca, lo que inicialmente pareció una disputa técnica sobre un proyecto de ley fiscal se ha consolidado como una de las fracturas más significativas en el panorama político estadounidense reciente. La alianza entre el expresidente Donald Trump y el magnate tecnológico, dos de las figuras más disruptivas de la última década, no solo ha terminado, sino que su colapso ha dejado al descubierto las profundas contradicciones que habitan en el corazón del movimiento conservador y republicano. Hoy, con la distancia del tiempo, las consecuencias de esta ruptura resuenan más allá de los intercambios en redes sociales, perfilando un nuevo campo de batalla por la influencia en Washington.
La cronología de los hechos revela una escalada vertiginosa. A fines de mayo, Musk renunció a su cargo al frente del Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE), criticando el nuevo plan fiscal de Trump por considerarlo un “proyecto de ley de gasto masivo” que aumentaba el déficit. Sin embargo, pocos días después, ambos protagonizaron un acto de despedida en el Despacho Oval que parecía sellar una tregua, con Musk prometiendo seguir como “amigo y asesor” informal.
Esta aparente cordialidad se hizo añicos a principios de junio. A través de su plataforma X, Musk calificó la legislación como una “abominación repugnante”, desatando la ira de Trump. La respuesta del mandatario no se hizo esperar: sugirió que la oposición de Musk era egoísta, motivada por la eliminación de subsidios a los vehículos eléctricos que beneficiaban a su empresa, Tesla.
La disputa se tornó personal y sin retorno cuando Musk lanzó una acusación de extrema gravedad, afirmando sin presentar pruebas que Trump figuraba en los archivos inéditos del delincuente sexual Jeffrey Epstein. A esto sumó la aseveración de que, sin su apoyo financiero y mediático, Trump habría perdido las elecciones. La reacción de la Casa Blanca fue tajante. Trump declaró públicamente que Musk “había perdido la cabeza” y rechazó cualquier intento de reconciliación, cerrando la puerta a una de las alianzas más poderosas y peculiares de la política contemporánea.
El quiebre ha obligado a los distintos actores del ecosistema conservador a tomar partido, revelando visiones del mundo difícilmente conciliables.
La alianza Trump-Musk fue siempre una de conveniencia. Unía al disruptor político que capitalizó el descontento social con el disruptor tecnológico que desafía industrias enteras. Ambos comparten un estilo confrontacional y un dominio del espectáculo mediático. Sin embargo, sus fundamentos ideológicos eran distintos: el populismo nacionalista de Trump frente al libertarismo globalista y tecnológico de Musk.
Este conflicto no es un hecho aislado, sino el síntoma de una reconfiguración del poder. Por un lado, el poder político tradicional de Trump, basado en el carisma, los mítines y el control del aparato partidario. Por otro, el poder del siglo XXI de Musk, cimentado en el capital, la innovación tecnológica (SpaceX, Starlink, Tesla) y el control de una de las plazas públicas digitales más influyentes del mundo. La ruptura demuestra que estos dos modelos de poder, antes aliados, hoy compiten por el mismo espacio.
Actualmente, la ruptura parece definitiva. Aunque en la política de alto nivel las reconciliaciones pragmáticas nunca son imposibles, el nivel de las acusaciones personales ha dejado heridas profundas. El conflicto ha dejado de ser un asunto entre dos hombres para convertirse en una línea de falla visible dentro de la derecha estadounidense. Sus consecuencias se medirán en los próximos ciclos electorales, en la lealtad de los donantes y en la capacidad del Partido Republicano para presentar un frente unido. La guerra entre los titanes ha terminado, pero sus réplicas apenas comienzan a sentirse.