Lo que comenzó en junio de 2025 como una serie de protestas en Los Ángeles contra redadas de inmigración, rápidamente mutó en una crisis constitucional de primer orden. La decisión del presidente Donald Trump de federalizar la Guardia Nacional de California —es decir, arrebatar su control al gobernador Gavin Newsom— y posteriormente desplegar 700 marines en servicio activo, no fue solo una medida de fuerza, sino un acto que tensionó hasta el punto de ruptura el delicado equilibrio del federalismo estadounidense. La imagen de agentes federales esposando al senador estadounidense Alex Padilla en un edificio gubernamental no fue la culminación de la crisis, sino la señal inequívoca de un nuevo umbral en el conflicto político interno.
Este enfrentamiento no es un hecho aislado. Es la manifestación visible de una fractura profunda entre dos visiones de país: una que aboga por un poder central robusto con capacidad para imponer su agenda en todo el territorio, y otra que defiende la soberanía de los estados como baluartes de políticas y valores divergentes. California, con su estatus de “estado santuario”, ha sido el epicentro de esta resistencia, pero la onda expansiva ya se siente en todo el país, con estados como Texas y Missouri activando sus propias guardias en una muestra de alineamiento y preparación para un conflicto más amplio.
Si las acciones de la administración Trump se consolidan como un precedente legal o fáctico, el futuro podría encaminarse hacia una centralización acelerada del poder presidencial. En este escenario, el gobierno federal podría utilizar la justificación de “proteger personal y propiedad federal” o “restaurar el orden” para intervenir en cualquier estado que desafíe sus políticas, ya sea en materia de inmigración, clima, educación o regulación económica. La autonomía estatal, pilar del sistema estadounidense, quedaría reducida a una formalidad.
Las consecuencias de esta trayectoria son profundas y peligrosas. Podríamos asistir al nacimiento de una “guerra civil de baja intensidad”. Este no sería un conflicto de ejércitos en un campo de batalla, sino una lucha constante y fragmentada que se libraría en múltiples frentes:
- Frente Legal: Batallas judiciales interminables entre estados y el gobierno federal, con la Corte Suprema como árbitro final y politizado.
- Frente Político: Actos de no cooperación y obstrucción deliberada por parte de las administraciones estatales, volviendo al país ingobernable en áreas clave.
- Frente Social: Una escalada de la desobediencia civil masiva y, en los extremos, la posible aparición de milicias locales —algunas defendiendo la “soberanía estatal” y otras alineadas con la agenda federal—, generando un riesgo latente de enfrentamientos armados localizados. El arresto de un senador demuestra que ningún actor está a salvo de la escalada coercitiva.
Una trayectoria alternativa emerge si la impugnación legal de California tiene éxito y logra reafirmar los límites del poder presidencial. Este resultado podría catalizar un renacimiento del federalismo, donde los estados no solo reclaman su soberanía, sino que comienzan a actuar de manera coordinada para crear contrapesos efectivos al poder de Washington.
En este futuro, Estados Unidos se reconfiguraría en bloques regionales de facto, alianzas de estados con afinidades políticas, económicas y culturales. Ya vemos sus contornos: un posible “Bloque del Pacífico” (California, Oregón, Washington) liderando en políticas progresistas y climáticas, y un “Bloque del Sur” o “Interior” (liderado por estados como Texas y Florida) consolidando un modelo conservador. Estas alianzas no serían meramente simbólicas; podrían implicar la creación de marcos regulatorios comunes, pactos comerciales internos e incluso estrategias de seguridad compartidas, operando con un grado de autonomía que recuerda más a una confederación que a una federación.
El principal factor de incertidumbre en este camino es la cohesión nacional. Una mayor autonomía regional podría satisfacer las demandas locales, pero también acelerar la fragmentación cultural y política, haciendo cada vez más difícil abordar desafíos que requieren una respuesta unificada, desde la seguridad nacional hasta las pandemias.
Más allá de la lucha por el poder, los eventos de California han quebrado algo fundamental: el contrato de seguridad entre el ciudadano y el Estado. Cuando la Guardia Nacional, compuesta por vecinos y miembros de la comunidad, es puesta bajo mando federal en contra de la voluntad de su propio gobernador, y cuando marines en servicio activo patrullan calles estadounidenses, la pregunta “¿quién nos protege y de quién?” adquiere una urgencia existencial.
Esta ambigüedad erosiona la confianza en todas las instituciones. La policía local se ve atrapada entre lealtades contradictorias. El ciudadano, por su parte, puede empezar a percibir que el monopolio legítimo de la violencia está en disputa. Esto podría alimentar movimientos dispares: desde exigencias para crear fuerzas de defensa estatales completamente independientes de la estructura federal, hasta un aumento de la autodefensa ciudadana, normalizando la idea de que la seguridad ya no es una garantía pública, sino una responsabilidad privada.
Los sucesos de junio de 2025 no son una simple crónica de disturbios y maniobras políticas. Son una simulación en tiempo real de los posibles futuros de Estados Unidos. La disyuntiva ya no es si la unión será puesta a prueba, sino cómo se transformará bajo una presión que amenaza con redibujar su mapa de poder de manera irreversible. El contrato federal está sobre la mesa, y todas las cláusulas están siendo renegociadas por la fuerza.