A más de dos meses de la explosiva ruptura entre el presidente Donald Trump y el magnate tecnológico Elon Musk, el estruendo de los ataques personales ha cesado, pero las ondas de choque continúan reconfigurando el panorama político y tecnológico en Estados Unidos. Lo que comenzó como un audaz experimento para fusionar la eficiencia de Silicon Valley con la maquinaria gubernamental —un tecnócrata al servicio de un populista— ha devenido en una fábula aleccionadora sobre los límites del poder, la fragilidad de las alianzas y la colisión de dos personalidades mesiánicas. Hoy, con la distancia que otorga el tiempo, es posible analizar las consecuencias de un vuelo que, como el de Ícaro, se acercó demasiado al sol del poder político.
La historia comenzó a principios de 2025. Elon Musk, tras ser un pilar financiero en la campaña de Trump, fue puesto al frente del recién creado Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE). Su promesa era monumental: aplicar la lógica de los "primeros principios" para recortar hasta dos billones de dólares del gasto federal. Era la materialización del eslogan "drenar el pantano" a través de la ingeniería y la data.
Sin embargo, la realidad se impuso con rapidez. Para mediados de abril, Musk admitió que su meta era inalcanzable, reduciendo su objetivo en un 85% a unos modestos 150.000 millones de dólares. Investigaciones periodísticas y análisis de centros de estudio como el libertario Cato Institute —ideológicamente afín al objetivo— revelaron que incluso esa cifra se sostenía sobre errores contables, ahorros ficticios y la adjudicación de recortes ya realizados por la administración anterior. La promesa de una revolución tecnocrática se enfrentaba a la inercia de la burocracia y a la tentación de la propaganda.
La salida de Musk a finales de mayo, al cumplirse su período de 130 días como "empleado especial del gobierno", fue presentada inicialmente como un final pactado y amistoso. Trump lo despidió con elogios y una simbólica "llave de oro" de la Casa Blanca. No obstante, las grietas ya eran visibles: Musk estaba "decepcionado" con un proyecto de reforma fiscal y la junta directiva de Tesla presionaba para que volviera a centrarse en la compañía, cuyas ganancias se habían visto afectadas por el activismo político de su CEO.
La cordialidad impostada se hizo añicos a principios de junio. Musk calificó un proyecto de ley de gastos, apoyado por Trump, como una "abominación repugnante". La crítica política derivó rápidamente en un enfrentamiento personal y descarnado. Musk, utilizando su plataforma X, insinuó sin pruebas que Trump figuraba en los "archivos de Epstein" y afirmó que sin su apoyo financiero, el republicano habría perdido las elecciones. La respuesta de Trump fue igualmente virulenta, acusando a Musk de actuar por interés propio —al ver amenazados los subsidios a los vehículos eléctricos— y amenazando con cancelar los millonarios contratos gubernamentales que sostienen a empresas como SpaceX.
El quiebre no es solo una anécdota de dos personalidades desbordantes; es un sismo con réplicas en varios frentes:
La incursión de magnates en la política estadounidense no es nueva, pero el caso Musk-Trump introduce variables contemporáneas: el poder de las redes sociales como arma personal y la dependencia del Estado de tecnologías desarrolladas por el sector privado. A diferencia de empresarios de otras épocas, Musk no solo financia la política, sino que controla una parte crucial de la infraestructura digital y aeroespacial del país.
Actualmente, la guerra abierta ha dado paso a una tensa tregua. Musk ha vuelto a sus empresas y Trump continúa su mandato sin su asesor estrella. Sin embargo, el tema no está cerrado. Ha evolucionado hacia un estado de latencia estratégica. La alianza se rompió, pero la interdependencia persiste. La pregunta que queda en el aire no es si volverán a colaborar, sino cómo y cuándo sus intereses —o sus rencores— volverán a colisionar, con consecuencias impredecibles para el futuro político de Estados Unidos.