El audio filtrado del abogado Luis Hermosilla no fue la detonación de una bomba, sino el eco largamente esperado de un sistema que susurraba sus secretos a voces. Más que un acto de corrupción aislado, la grabación expuso la arquitectura de un poder informal que opera en paralelo a las instituciones de la República. Lo que ha ocurrido en los meses posteriores —la vinculación con el caso Factop, las revelaciones sobre filtraciones desde la propia fiscalía en el caso del exalcalde Torrealba, y las salidas alternativas para ejecutivos de alto perfil— no son réplicas de un sismo, sino la confirmación de que el epicentro es una falla sistémica.
El caso Hermosilla ha madurado más allá del escándalo mediático para convertirse en una lente de aumento sobre el contrato social chileno, específicamente sobre la promesa rota de igualdad ante la ley. Las señales actuales no apuntan a una única dirección, sino que abren tres escenarios plausibles que definirán el futuro de la confianza, la gobernanza y la integridad institucional en la próxima década.
Una de las señales más potentes y paradójicas que emerge del caso es el aparente éxito profesional de Juan Pablo Hermosilla, hermano y defensor de Luis Hermosilla. Su estilo confrontacional y su habilidad para navegar las complejidades del sistema le han atraído nuevos clientes de alto perfil, un fenómeno descrito como el "efecto Yáber". Esta tendencia sugiere un futuro donde la pericia legal no se mide por la defensa de la justicia, sino por la capacidad de explotar sus fisuras.
En este escenario, la corrupción se normaliza como un riesgo calculable y un costo más del negocio. La gobernanza corporativa se convierte en un ejercicio de simulación, con departamentos de compliance cuya función principal es cosmética. La justicia, a su vez, se estratifica: mientras los implicados con menores redes enfrentan el peso de la ley, los actores con mayor capital social y económico acceden a "salidas alternativas", como la suspensión del procedimiento para los ejecutivos de LarrainVial en la arista Factop.
La consecuencia más profunda de esta trayectoria es la consolidación de la "fatiga cívica". Ante la percepción de que el juego está amañado, una parte significativa de la ciudadanía podría optar por la desconexión, asumiendo que la participación es inútil. La confianza no solo en las élites, sino en el propio andamiaje democrático, alcanzaría mínimos históricos, creando un terreno fértil para el populismo autoritario que promete arrasar con un sistema que se percibe como irreparablemente viciado.
Frente al cinismo, emerge una contracorriente impulsada por la propia institucionalidad. La magnitud del desfalco revelado por el informe de la Contraloría —más de 1,5 billones de pesos en irregularidades fiscales— y la decisión de la fiscalía de avanzar hacia un juicio oral contra los principales implicados del caso Hermosilla son señales de que ciertos aparatos del Estado se resisten a la captura.
Este escenario proyecta una reacción sistémica forzada por la evidencia abrumadora. Podríamos estar en la antesala de una "Ley Hermosilla", un paquete legislativo robusto que ataque el tráfico de influencias, regule el lobby de manera efectiva y endurezca las penas por delitos de cuello y corbata, eliminando los atajos judiciales para la corrupción. El fortalecimiento de la Contraloríay del Ministerio Público, dotándolos de mayores atribuciones, tecnología para la detección de fraudes y autonomía real, sería el pilar de esta contrarreforma.
El punto de inflexión crítico aquí reside en la voluntad política. La sesión especial convocada en la Cámara de Diputados para analizar el informe de Contraloría puede ser el inicio de un cambio genuino o simple teatro político. La polarización podría convertir la lucha contra la corrupción en un arma arrojadiza entre facciones, diluyendo las reformas en disputas ideológicas. Si esta tendencia se impone, el despertar institucional podría terminar en un espasmo momentáneo, seguido de un retorno a la inercia.
Un tercer futuro posible no es ni la normalización ni la reforma, sino la implosión del pacto de élites. Las declaraciones del exfiscal Manuel Guerra, apuntando a un fiscal en ejercicio como su fuente de filtraciones, son una grieta en el muro de silencio que tradicionalmente ha protegido a estos círculos. En un ambiente de "sálvese quien pueda", los antiguos aliados se convierten en adversarios, y las lealtades se desvanecen ante la amenaza de la cárcel o la ruina reputacional.
Esta fractura podría acelerar la revelación de redes de corrupción aún más profundas, en un efecto dominó que reconfigure el mapa del poder en Chile. Podríamos ver el declive de conglomerados y familias tradicionalmente influyentes y el ascenso de nuevos actores económicos y políticos que construyan su marca sobre la promesa de la transparencia. El riesgo de este escenario es la inestabilidad. Una purga de élites, si bien puede ser catártica, también puede derivar en una caza de brujas que ignore el debido proceso y debilite aún más el Estado de Derecho.
La pregunta fundamental es si esta fractura conducirá a una competencia más sana y a una meritocracia real, o si simplemente reemplazará a una élite por otra, que con el tiempo replicará los mismos vicios. La respuesta dependerá de si la sociedad civil y las instituciones logran canalizar la crisis hacia la creación de mecanismos de control permanentes que impidan la reconstrucción del viejo pacto bajo nuevas caras.
El Chile de la próxima década se está escribiendo hoy, en las salas de tribunales, en los pasillos del Congreso y en las redacciones de prensa que investigan estos casos. El caso Hermosilla no es el fin de una era, sino la exposición cruda de su funcionamiento. Los caminos divergen: hacia un país donde la influencia lo es todo, hacia uno que se ve forzado a fortalecer sus defensas republicanas, o hacia uno que atraviesa una dolorosa pero potencialmente renovadora implosión de sus estructuras de poder. La dirección final no está escrita; dependerá de las decisiones críticas que tomen las instituciones y de la capacidad de los ciudadanos para exigir, de manera sostenida, que la promesa de un país justo deje de ser un eco lejano.