Han pasado poco más de dos meses desde que Medio Oriente contuvo la respiración. Lo que comenzó a mediados de junio como una escalada militar directa entre Estados Unidos, Israel e Irán, se transformó en cuestión de días en un frágil alto al fuego, seguido de una sorpresiva oferta diplomática y, finalmente, en una serie de nominaciones al Premio Nobel de la Paz para el presidente estadounidense Donald Trump. Hoy, con la distancia que otorga el tiempo, la secuencia de eventos revela una compleja danza de poder, retórica y pragmatismo que desafía las narrativas simplistas. ¿Fue una arriesgada jugada de 'paz a través de la fuerza' que rindió frutos, o una crisis evitada por poco cuyas verdaderas consecuencias aún están por verse?
La crisis se gestó en la cumbre del G7 en Canadá, cuando un Donald Trump desafiante abandonó la reunión prematuramente, citando la gravedad de la situación en Medio Oriente. Su negativa a firmar un llamado conjunto a la desescalada y su explícito apoyo al "derecho de Israel a defenderse" marcaron el tono unilateral que definiría las siguientes semanas. El 21 de junio, la retórica se materializó: bombarderos B-2 estadounidenses atacaron las instalaciones nucleares iraníes en Fordo, Natanz e Isfahán. Desde la Casa Blanca, Trump proclamó un "éxito militar espectacular" y la "destrucción total" de las capacidades nucleares de Irán.
La respuesta de Teherán no se hizo esperar. El 23 de junio, lanzó misiles contra bases estadounidenses en Qatar e Irak. Aunque los ataques fueron interceptados en su mayoría y no causaron bajas, el mensaje fue claro: Irán tenía la capacidad y la voluntad de responder. Este acto de represalia, aunque medido, puso a la región al borde de un conflicto a gran escala.
Fue en este punto cuando la narrativa oficial de Washington comenzó a mostrar fisuras. Apenas dos días después de la respuesta iraní, se filtró a la prensa una evaluación preliminar de inteligencia del Pentágono. El informe, que la Casa Blanca desestimó airadamente, sugería que los bombardeos no habían destruido el programa nuclear iraní, sino que probablemente solo lo habían retrasado unos meses. Según las fuentes, parte del material nuclear sensible habría sido trasladado antes de los ataques. Esta revelación generó una disonancia cognitiva fundamental: ¿había sido el riesgo de una guerra total justificado por un resultado tan limitado?
El siguiente movimiento fue aún más inesperado. Tras la demostración de fuerza y la posterior contradicción de inteligencia, la administración Trump giró 180 grados hacia la diplomacia. A través de mediadores qataríes, comenzó a circular una propuesta para ofrecer a Irán hasta 30 mil millones de dólares en inversión extranjera para desarrollar un programa nuclear exclusivamente civil. La condición innegociable: el cese completo de todo enriquecimiento de uranio en suelo iraní. La estrategia de 'máxima presión' había mutado en una oferta de 'máxima inversión'.
La interpretación de esta secuencia de eventos divide profundamente a los analistas y actores involucrados:
Este episodio no ocurrió en el vacío. Se inscribe en la larga y conflictiva historia entre Estados Unidos e Irán, marcada por la retirada de Washington del acuerdo nuclear JCPOA en 2018. El estilo transaccional de Trump, que combina amenazas extremas con ofertas de 'grandes acuerdos', ya se había visto en otros escenarios geopolíticos.
A día de hoy, un frágil alto el fuego se mantiene. Las conversaciones indirectas, con Qatar como facilitador clave, continúan en un segundo plano. Sin embargo, el problema de fondo —las ambiciones nucleares de Irán y su influencia regional— sigue sin resolverse. La nominación al Nobel de la Paz, lejos de ser un consenso, se ha convertido en el símbolo perfecto de la polarización que generó esta crisis: un galardón que para algunos representa la audacia de un pacificador y para otros, la ironía de un pirómano.