Un consumidor en Santiago elige una marca de yerba mate argentina para su rutina diaria. En un supermercado de Ámsterdam, un comprador selecciona arándanos peruanos en lugar de chilenos. Mientras tanto, en el Valle de Aconcagua, un viticultor observa con preocupación cómo el precio de su vino sigue atado a la etiqueta de “bueno y barato”. Estos eventos, aparentemente desconectados, son en realidad señales de superficie de una profunda reconfiguración geopolítica y cultural en Sudamérica. Se está librando una guerra silenciosa del paladar, una batalla que no se pelea con armas, sino con aranceles, certificados fitosanitarios y estrategias de branding. Su resultado definirá no solo el liderazgo económico de la región, sino también la naturaleza de su soberanía alimentaria y su identidad cultural en las próximas décadas.
El dato es categórico y marca el fin de una era: en 2025, Perú superará a Chile como el principal exportador de frutas de Sudamérica. Según proyecciones del Ministerio de Desarrollo Agrario y Riego (Midagri) de Perú, sus exportaciones frutícolas alcanzarán los US$10.194 millones, sobrepasando los US$9.979 millones de Chile. Este sorpasso no es casual, sino el resultado de una estrategia peruana de más de una década, basada en la diversificación agresiva (arándanos, paltas) y una notable tasa de crecimiento anual del 19,6% en sus exportaciones de fruta entre 2010 y 2024, casi el triple que el 6,8% chileno.
Este auge expone la encrucijada del modelo chileno. Durante décadas, Chile construyó su éxito sobre la base de la eficiencia productiva y una buena relación precio-calidad. Sin embargo, este modelo muestra signos de agotamiento. La industria vitivinícola es el ejemplo más claro: Chile exporta un enorme volumen, especialmente a mercados como China, pero a un precio promedio por litro (US$1,90) cinco veces inferior al del vino francés (US$9,49). Como señala el académico Eduardo Barrueto, el desafío ya no es producir más, sino construir valor simbólico, una narrativa que conecte emocionalmente con el consumidor global. Chile se enfrenta a un punto de inflexión crítico: o logra reinventarse para competir en valor, invirtiendo en marca, sostenibilidad e innovación, o corre el riesgo de quedar atrapado en una espiral de comoditización y márgenes decrecientes.
Mientras la competencia entre Chile y Perú se agudiza, una dinámica paralela de integración silenciosa está cobrando fuerza. El creciente consumo de yerba mate argentina en Chile es una señal potente. Empresas como CBSé ven a Chile como su principal apuesta de crecimiento, proyectando que el país consumirá la mitad de toda la yerba que Argentina exporta. Esto no es solo un negocio; es la exportación de una cultura, un ritual que se arraiga y crea nuevos lazos de poder blando.
En la misma línea, la reciente aprobación para que Argentina exporte limones frescos a Chile representa un hito de integración pragmática. Como indica José Carbonell de Federcitrus, se trata de una complementariedad estacional que beneficia a ambos países, equilibrando un comercio que antes era unidireccional. Estos movimientos sugieren la gestación de un nuevo contrato sudamericano, donde la interdependencia regional se construye desde la base, en las góndolas de los supermercados y las cocinas de los ciudadanos.
Un factor de incertidumbre clave es el contexto global. La amenaza de aranceles del 50% de Estados Unidos a Brasil es un recordatorio de la fragilidad del orden comercial mundial. Este neoproteccionismo podría actuar como un catalizador, forzando a los países sudamericanos a profundizar sus lazos como un bloque defensivo, o, por el contrario, podría exacerbar las rivalidades internas en una lucha por los mercados restantes.
La integración no está exenta de fricciones. El éxito peruano ha activado las alarmas políticas en Chile. Las críticas de senadores de la UDI, que acusan al gobierno de “permisividad” ante el ingreso de fruta peruana y la vinculan directamente con la plaga de la mosca de la fruta en el norte, son un presagio de un futuro conflictivo. La plaga deja de ser un problema técnico para convertirse en un arma política y un argumento para el nacionalismo económico.
Esto abre la puerta a un escenario de proteccionismo fitosanitario, donde las normativas sanitarias se utilizan como barreras comerciales no arancelarias. Se perfila un futuro donde las disputas no serán por cuotas de mercado, sino por la validación de protocolos de fumigación y la trazabilidad de los cargamentos. Para el agricultor chileno, es una cuestión de supervivencia. Para el exportador peruano, una amenaza de competencia desleal. Para el político, una narrativa de defensa de la soberanía nacional. Esta tensión podría escalar, fracturando la cooperación regional y convirtiendo las fronteras en frentes de una guerra comercial de baja intensidad.
La confluencia de estas tendencias dibuja tres futuros posibles para la próxima década:
El desenlace de esta reconfiguración no está escrito. Dependerá de la capacidad de los actores para elevar la mirada más allá de la ganancia inmediata y comprender que la soberanía en el siglo XXI no se construye únicamente cerrando fronteras, sino también tejiendo redes de interdependencia inteligente. Las decisiones que se tomen hoy en los campos, los directorios y los parlamentos determinarán si el paladar sudamericano será un campo de batalla o una mesa compartida.