La gran inundación que devastó el centro de Texas en julio de 2025 fue mucho más que un evento meteorológico extremo. La crecida súbita del río Guadalupe, que arrastró vidas, hogares y campamentos de verano enteros, funcionó como un violento test de estrés para un modelo político y social construido sobre la promesa de la soberanía estatal, la mínima intervención gubernamental y una férrea independencia. Lo que las aguas revelaron no fue solo la fragilidad de la infraestructura, sino las grietas profundas en el contrato social estadounidense, proyectando un futuro donde el desastre se vuelve permanente y la respuesta a él, un campo de batalla ideológico.
Semanas antes de la tragedia, Texas se erigía como el estandarte de un capitalismo desafiante, utilizando su colosal poder económico para doblegar a corporaciones y resistir las políticas federales de corte ambiental o social. Con una administración en Washington afín a su visión, el "Estado de la Estrella Solitaria" se posicionaba como un ecosistema autónomo, casi una república corporativa. La inundación, sin embargo, introdujo una variable que ninguna ley pro-empresarial puede controlar: la furia de un clima alterado. Este evento no solo sumergió condados; desbordó las tensiones latentes entre la ideología de la autosuficiencia y la cruda realidad de la interdependencia en una era de colapso climático.
Una de las trayectorias futuras más probables es la radicalización del modelo texano. En este escenario, la catástrofe no se interpreta como una falla del sistema de gobierno mínimo, sino como una prueba de carácter que debe superarse con resiliencia individual y comunitaria, no con intervención estatal. La retórica del gobernador Greg Abbott, apelando a la oración como principal herramienta, y la resistencia histórica de los contribuyentes del condado de Kerr a financiar un sistema de alerta de inundaciones son señales claras de esta mentalidad.
Si esta tendencia se consolida, podríamos ver la gestión del desastre transferida progresivamente del sector público al privado. La reconstrucción quedaría en manos de corporaciones, organizaciones religiosas y la caridad, mientras que la seguridad dependería de la capacidad de cada comunidad para autoorganizarse. El futuro se parecería a una "resiliencia de élite": comunidades adineradas y empresas estratégicas invertirían en infraestructuras robustas y sistemas de alerta privados, mientras las poblaciones más vulnerables quedarían expuestas a la precariedad. El heroísmo de las dos monitoras mexicanas que salvaron a veinte niñas o el grito desesperado de un padre —"¡Lánzame uno de tus hijos!"— dejarían de ser anécdotas trágicas para convertirse en la norma de un sistema donde el Estado se ha retirado y la supervivencia es una responsabilidad privatizada.
Una posibilidad alternativa, y quizás concurrente, es la emergencia de un federalismo de crisis. A pesar de su discurso soberanista, Texas demostró ser incapaz de gestionar una catástrofe de esta magnitud sin el masivo respaldo del gobierno federal. La declaración de "Gran Desastre" por parte del presidente Trump y el eventual despliegue de la Agencia Federal para el Manejo de Emergencias (FEMA) no fue una opción, sino una necesidad.
Esto proyecta un futuro de tensión permanente. Los estados con ideologías anti-federales se verán atrapados en un ciclo de dependencia y resentimiento. La ayuda federal se transformará en una poderosa herramienta de negociación política. La respuesta a la inundación de Texas ya fue un presagio: la demora de más de 72 horas en el despliegue de equipos de rescate de FEMA, supeditada a la aprobación personal de la Secretaria de Seguridad Nacional, Kristi Noem, evidencia cómo la asistencia puede ser administrada con criterios políticos. El propio presidente Trump, quien había abogado por desmantelar FEMA, tuvo que moderar su discurso ante la realidad política y humana del desastre.
En este porvenir, la soberanía estatal se vuelve performativa. Los líderes locales critican a Washington mientras aceptan sus fondos, y la seguridad de los ciudadanos depende menos de planes de contingencia y más del clima político entre la capital estatal y la federal.
El fracaso sistémico a todos los niveles —desde las alertas meteorológicas fallidas por un Servicio Nacional Meteorológico mermado por recortes, hasta la inoperancia de los sistemas de comunicación locales— crea un vacío que solo la ciudadanía puede llenar. Este tercer escenario visualiza un futuro donde la gobernanza se fragmenta y da paso a un mosaico de redes de ayuda mutua.
Las historias de sobrevivientes que se organizaron en techos, que rompieron ventanas para escapar o que intentaron salvar a sus vecinos en kayaks, son el embrión de esta nueva forma de organización social. Impulsadas por la tecnología y la desconfianza en las instituciones, podrían surgir "micro-contratos sociales" a nivel de vecindario, comunidades religiosas o grupos de afinidad, que gestionen sus propios sistemas de alerta, rescate y reconstrucción.
Este futuro es profundamente ambivalente. Por un lado, representa un renacimiento del espíritu cívico y la acción directa. Por otro, es una respuesta inherentemente desigual y precaria. Sin la escala, los recursos y la capacidad de coordinación de un Estado funcional, esta resiliencia fragmentada puede derivar en tribalismo, dejando fuera a los más aislados y reforzando las divisiones sociales existentes.
La gran inundación de Texas no ofrece una única visión del futuro, sino un híbrido caótico donde estos tres escenarios se entrelazan. Veremos un Estado que se retira ideológicamente pero interviene políticamente; corporaciones que asumen funciones cuasi-gubernamentales; y una ciudadanía que aprende a sobrevivir en los márgenes, forjando lazos de solidaridad tan fuertes como frágiles.
La tragedia de Texas es un espejo para otras regiones del mundo que enfrentan la doble amenaza de la polarización política y el colapso climático. La pregunta que nos deja flotando no es si el desastre volverá a ocurrir, sino cómo responderemos. ¿Confiaremos en un Estado politizado, en la lógica del mercado, o en la fuerza de nuestras propias comunidades? La respuesta definirá no solo quién sobrevive a la próxima inundación, sino qué tipo de sociedad emergerá de las aguas.