A más de sesenta días del fallecimiento de Jorge Mario Bergoglio, el Papa Francisco, el torbellino mediático y el luto global han decantado, dando paso a una atmósfera de análisis y expectante quietud en la Iglesia Católica. La transición, que culminó con la elección del estadounidense-peruano Robert Francis Prevost como León XIV, no fue solo un cambio de nombre en el Sólio Pontificio, sino el posible inicio de una recalibración profunda en la institución religiosa más grande del mundo, cuyas consecuencias apenas comienzan a vislumbrarse.
El pontificado de Francisco, iniciado en 2013, se caracterizó por un giro pastoral sin precedentes. Fue el Papa de los gestos disruptivos: desde su rechazo a vivir en el opulento Palacio Apostólico hasta sus constantes llamados en favor de los migrantes, la ecología integral plasmada en Laudato si' y la fraternidad universal de Fratelli tutti. Su muerte, el 21 de abril de 2025, no solo congregó a millones de fieles en la Plaza de San Pedro, sino que transformó su funeral en un inesperado escenario geopolítico. La imagen de los presidentes Donald Trump y Volodimir Zelensky dialogando en un aparte durante las exequias subrayó el rol del Vaticano como un singular punto de encuentro global, incluso en medio de la polarización mundial.
La despedida de Francisco fue el reflejo de su papado: masiva, emocional y con un fuerte acento en el Sur Global. Sin embargo, su enfoque en la misericordia por sobre la rigidez doctrinal y su apertura en temas como la comunión para los divorciados vueltos a casar generaron una fuerte oposición en los sectores más conservadores de la Iglesia. Esta tensión latente marcó el preludio del cónclave.
El período de Sede Vacante estuvo cargado de especulación. Las advertencias del cardenal alemán Gerhard Müller sobre el riesgo de elegir un “Papa herético” resonaron como un eco de la profunda división interna. La pregunta que flotaba en la Capilla Sixtina, donde 133 cardenales —incluido el chileno Fernando Chomali— se encerraron el 7 de mayo, era si se debía elegir a un continuador de la línea pastoral de Francisco, a una figura que restaurara un orden más tradicional o a un pontífice capaz de sintetizar ambas visiones.
La elección de Robert Prevost, quien adoptó el nombre de León XIV, fue una respuesta compleja a ese dilema. Por un lado, es el primer Papa estadounidense, lo que podría interpretarse como un retorno de la influencia del norte. Por otro, es un hombre que forjó su carrera pastoral durante décadas en Perú, llegando a obtener la nacionalidad de ese país. Este doble anclaje, entre el poder del norte y la realidad del sur, lo convierte en una figura de difícil lectura inicial.
Su elección de nombre fue la primera gran señal. Al invocar a León XIII, autor de la encíclica Rerum Novarum (1891) que fundó la Doctrina Social de la Iglesia moderna, León XIV se posicionó no desde la pastoralidad de Francisco, sino desde un marco intelectual y doctrinal, declarando su intención de abordar la “nueva revolución industrial” de la inteligencia artificial.
Si Francisco fue el Papa de la espontaneidad, León XIV se perfila como el de la meticulosidad. En su primer mes, sus acciones han sido más simbólicas que ejecutivas. A diferencia de su predecesor, que tomó decisiones clave rápidamente, el nuevo Papa se está “tomando su tiempo”. Aún no ha realizado nombramientos de peso ni ha definido dónde residirá, aunque fuentes vaticanas sugieren que podría volver a ocupar los apartamentos papales, un gesto de ruptura con el estilo de Bergoglio.
Sus primeras apariciones públicas han estado cargadas de simbolismo. El uso de la tradicional mozzetta (una capa corta roja) y el canto en latín han sido interpretados como guiños a los católicos más tradicionales, buscando quizás cerrar las heridas abiertas durante el pontificado anterior. Al mismo tiempo, un acto tan mundano como renovar su documento de identidad peruano en el Vaticano, a través de una delegación del Registro Civil de ese país, fue una reafirmación de su conexión con Latinoamérica.
El resultado es un pontificado que, por ahora, se define por sus contrastes. Es a la vez tradicional en la forma y moderno en sus preocupaciones declaradas (como la IA). Es un producto del norte con profundas raíces en el sur. Esta dualidad ha generado un estado de análisis en el que cada gesto es escrutado en busca de pistas sobre el futuro. Como señaló un experto, el nuevo Papa parece encarnar una “hermenéutica de la continuidad”, un intento de unir lo que el papado anterior pareció separar. La gran pregunta que queda en el aire es si esta vía media logrará sanar divisiones o si, por el contrario, terminará por descontentar a todos. El fin de la era de Francisco fue claro y contundente; el verdadero comienzo de la de León XIV está aún por escribirse.