El triunfo de Jeannette Jara en las primarias del oficialismo no fue solo un resultado electoral; fue una onda sísmica que reconfiguró el mapa político chileno. Más de 90 días después, con la decantación de las reacciones y los primeros movimientos estratégicos, es posible analizar las profundas implicancias de este hito. La victoria de la candidata del Partido Comunista no representa únicamente el ascenso de una figura, sino la consolidación de una tendencia que venía madurando desde el estallido social de 2019: el desplazamiento del eje de la izquierda hacia posiciones más duras, y con ello, la redefinición de las fronteras de la gobernabilidad y el pacto social.
El primer futuro plausible que se dibuja es el de una gobernabilidad inherentemente frágil. La aplastante victoria de Jara sobre Carolina Tohá (Socialismo Democrático) y Gonzalo Winter (Frente Amplio) fue una demostración de fuerza de la militancia y el electorado más ideologizado. Sin embargo, este triunfo en un universo acotado generó una fractura inmediata en el espectro más amplio del progresismo. Las señales fueron inequívocas y rápidas: el "portazo" del presidente de la Democracia Cristiana, Alberto Undurraga, negándose a apoyar una candidatura comunista, y el simbólico "paso al costado" de Carolina Tohá, quien declinó participar activamente en la campaña.
Estos no son gestos aislados, sino síntomas de una incompatibilidad estructural. La fallida incorporación del exministro de Hacienda de la Concertación, Nicolás Eyzaguirre, al comando de Jara —anunciada como un gesto de moderación y luego desmentida como un "tremendo equívoco"— es la evidencia más clara de este abismo. Demuestra que el intento de vestir a la candidatura con un ropaje de responsabilidad fiscal y diálogo con el centro choca con la desconfianza de ese mismo sector y, posiblemente, con las resistencias internas de la propia izquierda dura.
Este escenario proyecta que la "Jaraneta", como se ha apodado a su campaña, enfrenta un techo de cristal difícil de romper: el 38% del "Apruebo". Si Jara no logra trascender a su base, una eventual victoria presidencial la llevaría a un gobierno de minoría, no solo en el Congreso, sino en la sociedad. Un mandato así nacería con una legitimidad cuestionada por casi la mitad del país, augurando un ciclo de parálisis legislativa, alta conflictividad social y una profunda crisis de gobernabilidad.
Una posibilidad alternativa, más arriesgada pero no descartable, es que Jara logre una reinvención narrativa. Paradójicamente, la candidata comunista podría ser la encarnación más potente del ideal de meritocracia que la Concertación promovió. Su historia de vida —de la población El Cortijo a ministra de Estado, pasando por la educación pública— es un relato de ascenso social que resuena con millones de chilenos de la "nueva clase media".
Si su campaña logra desplazar el eje del debate desde la dicotomía ideológica (comunismo vs. capitalismo) hacia una narrativa de identificación popular (la mujer del pueblo vs. las élites tradicionales, tanto de derecha como de la antigua centroizquierda), podría conectar con un electorado que se siente ajeno a las disputas partidistas. En este futuro, Jara no sería la heredera de la Unidad Popular, sino la representante de los que surgieron "a pesar de" las limitaciones del modelo.
El éxito de esta estrategia depende de su capacidad para hacer que su biografía pese más que la ideología de su partido. Sería un intento por construir un liderazgo de corte populista en el sentido amplio: apelar directamente al pueblo por sobre las estructuras mediadoras. Es un camino de alto riesgo. Un fracaso en esta empresa dejaría a la candidatura atrapada en su nicho, pero un éxito podría romper los techos electorales y llevarla a La Moneda con un mandato popular de contornos muy distintos al de la izquierda tradicional.
Independientemente de la estrategia de Jara, su irrupción consolida un escenario de polarización extrema. Su victoria obliga a la derecha a recalibrar su propia oferta. Ante una candidata de la izquierda dura, las opciones más moderadas como Evelyn Matthei pierden terreno frente a figuras como José Antonio Kast, quien se posiciona como el antagonista natural y más efectivo.
Esto nos proyecta a un Chile políticamente estructurado en dos polos antagónicos, con un centro político vaciado y electoralmente huérfano. La elección presidencial dejaría de ser una competencia por el centro para convertirse en una batalla por movilizar a las bases más convencidas. El resultado es un país donde el ganador, sea quien sea, gobernará para una mitad en contra de la otra.
Esta dinámica pone en jaque la propia noción de un contrato social compartido. Si las dos principales alternativas proponen visiones de sociedad no solo distintas, sino mutuamente excluyentes, la posibilidad de alcanzar acuerdos nacionales en temas críticos como pensiones, seguridad o modelo de desarrollo se desvanece. El futuro que emerge de esta polarización es uno de trincheras políticas, desconfianza sistémica y una erosión continua del tejido social, donde el diálogo y el consenso se vuelven conceptos de un pasado cada vez más lejano. La pregunta que queda abierta es qué hará ese centro abandonado: ¿se resignará a elegir el "mal menor", se abstendrá masivamente o buscará articular una alternativa contra todo pronóstico? Las respuestas a esa pregunta definirán la estabilidad de Chile en la próxima década.