A más de un mes de su fallecimiento el 21 de abril, el eco de las multitudes que despidieron al Papa Francisco en Roma se ha disipado, dando paso a un silencio denso y expectante. La conmoción inicial ha sido reemplazada por un análisis más frío sobre el legado de un pontificado que, durante doce años, fue tan popular en el exterior como divisivo en su interior. La muerte de Jorge Mario Bergoglio, al igual que su vida, estuvo marcada por gestos de ruptura: un funeral de una austeridad pastoral inédita y la elección de la Basílica de Santa María la Mayor como su tumba, quebrando una tradición centenaria de sepulturas en el Vaticano. Estos actos finales no fueron meros detalles biográficos, sino la última declaración de un Papa que buscó reformar la Iglesia hasta en sus ritos más solemnes, dejando una pregunta abierta: ¿fue su proyecto una transformación real o el esfuerzo carismático de un solo hombre?
Francisco llegó al trono de Pedro en 2013 con un mandato claro del Colegio Cardenalicio: limpiar y reformar. Tras los escándalos de Vatileaks y la histórica renuncia de Benedicto XVI, su figura, venida "casi del fin del mundo", encarnaba la esperanza de una nueva era. Su discurso inicial priorizó la misericordia sobre el dogma, la "Iglesia en salida" hacia las periferias existenciales y una "Iglesia pobre para los pobres". Impulsó reformas en las opacas finanzas vaticanas y promovió una agenda global centrada en la justicia social y el cuidado del medioambiente, plasmada en su encíclica Laudato Si'.
Sin embargo, la promesa de una mayor colegialidad y sinodalidad chocó con lo que muchos observadores, incluso dentro del Vaticano, describen como un estilo de gobierno profundamente personalista y autoritario. Giovanni Maria Vian, exdirector de L'Osservatore Romano, señaló que Francisco "exacerbó el absolutismo del papado", gobernando a menudo al margen de la Curia y tomando decisiones unilaterales. Esta contradicción se hizo patente en la gestión de la crisis de abusos. El caso de Chile en 2018 fue un punto de inflexión crítico. Su defensa inicial del obispo Juan Barros, a quien mantuvo en su cargo pese a las acusaciones de encubrimiento, provocó una indignación generalizada y una crisis de credibilidad. La posterior admisión de "graves errores de valoración" y su drástico giro en el asunto mostraron tanto su capacidad de rectificar como las profundas tensiones de su liderazgo.
El legado de Francisco es un campo en disputa, donde las interpretaciones divergen radicalmente.
Con la Sede Vacante, la atención se centra en los 135 cardenales electores que se reunirán en la Capilla Sixtina. La pregunta que flota en el aire es si buscarán un "Francisco II" que consolide y profundice las reformas, o si optarán por una figura que pueda sanar las divisiones y restaurar un sentido de orden y claridad doctrinal, posiblemente un perfil más moderado o incluso un retorno a un liderazgo europeo.
Nombres como el del cardenal italiano Matteo Zuppi suenan como posibles continuadores de la línea pastoral de Francisco. Otros, como el filipino Luis Antonio Tagle, representarían la consolidación de una Iglesia del Sur Global. En el otro extremo, figuras como el cardenal Robert Sarah encarnan el anhelo de un retorno a la tradición. En medio, diplomáticos como el Secretario de Estado, Pietro Parolin, podrían emerger como candidatos de consenso para unificar a una institución fracturada.
El pontificado de Francisco movió el centro de gravedad de la Iglesia Católica del Norte al Sur, de la doctrina a la pastoral y del palacio a la calle. Su sucesor no solo heredará sus logros y sus conflictos, sino que deberá decidir si el camino abierto por el Papa argentino fue el inicio de una nueva época o una excepcionalidad histórica cuyo futuro está ahora en manos de los hombres que él mismo designó.