A más de un mes de que el repique de campanas en la Plaza de San Pedro anunciara la muerte del Papa Francisco, el eco de su pontificado resuena con una complejidad inusitada. El torrente de reacciones inmediatas, que unió en el pésame a figuras tan dispares como Vladimir Putin y Emmanuel Macron, ha dado paso a un silencio denso, cargado de maniobras y preguntas sin respuesta. El fallecimiento del primer Papa latinoamericano el pasado 21 de abril no dejó un vacío, sino un campo de batalla ideológico donde se disputa no solo su herencia, sino el alma misma de la Iglesia Católica del siglo XXI.
La figura de Jorge Mario Bergoglio fue, en vida, un catalizador de contradicciones, y su muerte no ha hecho más que acentuarlas. Mientras el presidente ruso, Vladimir Putin, lo homenajeaba como un “defensor de los más altos valores del humanismo”, a pesar de las tensiones por la guerra en Ucrania, el espectro político francés reflejaba la polarización que generaba. El presidente Emmanuel Macron elogió su defensa de “los más vulnerables”, pero desde la extrema derecha, Éric Zemmour calificó su pontificado como “una prueba de fe para algunos católicos”, criticando veladamente su postura sobre la migración. En la izquierda, Jean-Luc Mélenchon reconoció su conexión con la Teología de la Liberación y su encíclica ecologista Laudato si’ como un faro en un mundo de egoísmos.
Esta dualidad se sintió con especial fuerza en su Argentina natal. El país que lo vio nacer y formarse como sacerdote jesuita nunca lo recibió como Papa. La decisión de no regresar, pese a visitar países vecinos como Chile y Brasil, se interpreta hoy como un cálculo prudente para no ser instrumentalizado por la profunda polarización política del país. Como explicó la socióloga Sol Pietro, Francisco evitó caer en “la grieta”, un sacrificio personal que subraya su aguda conciencia del poder simbólico de su figura.
Los ritos funerarios de Francisco fueron un espejo de sus doce años de papado. La elección de un féretro de madera simple, su deseo explícito de ser enterrado fuera del Vaticano en la Basílica de Santa María la Mayor —rompiendo una tradición de más de un siglo— y la presencia destacada de grupos de pobres, migrantes y rescatistas en su funeral, fueron declaraciones de principios. Gestos como el de la monja Geneviève Jeanningros, una religiosa de 81 años conocida por su trabajo con mujeres transexuales en Roma que rompió el protocolo para rezar junto al ataúd, encapsularon la esencia de una “Iglesia en salida” que él predicó.
Sin embargo, este solemne adiós convivió con una manifestación de la era digital que generó repudio: fieles tomándose selfies sonrientes junto al cuerpo expuesto del pontífice. Este acto, más que una anécdota, plantea una pregunta incómoda sobre la desconexión entre la ritualidad sagrada y una cultura de la imagen que banaliza incluso la muerte. El contraste se agudiza al recordar el macabro funeral del Papa Pío XII en 1958, cuyo cuerpo se descompuso por un embalsamamiento fallido, un recordatorio histórico de que la gestión de la muerte de un Papa está cargada de simbolismo y riesgo.
Concluidos los funerales, las congregaciones generales que preceden al cónclave han revelado las fracturas que Francisco intentó, a veces sin éxito, suturar. La imagen más potente de esta tensión ha sido la del cardenal peruano Juan Luis Cipriani. Sancionado por el propio Francisco en 2019 tras acusaciones de abuso y apartado de la vida pública, Cipriani reapareció en Roma vistiendo los hábitos cardenalicios que se le había prohibido usar. Su presencia en las reuniones previas al cónclave es un acto de desafío frontal al legado del Papa fallecido y una demostración de fuerza del ala más conservadora de la Iglesia.
Este gesto, calificado por la Red de Sobrevivientes de Perú como una “revictimización”, pone en duda la efectividad de la política de “tolerancia cero” y evidencia que la lucha contra los abusos clericales sigue siendo un frente abierto y doloroso. Desde Chile, la presencia del cardenal Fernando Chomali como elector en el cónclave ancla esta crisis global en la realidad local, recordando que el próximo Papa deberá responder a las demandas de Iglesias de todo el mundo, cada una con sus propias heridas y esperanzas.
El silencio que emana hoy del Vaticano no es de paz, sino de una tensa espera. Los cardenales se enfrentan a una decisión crucial: elegir un sucesor que profundice el camino de Francisco hacia las periferias existenciales o uno que restaure la primacía de la doctrina y la tradición. El legado del Papa que vino “del fin del mundo” está en juego, y con él, el rumbo de una institución milenaria en una encrucijada histórica.