Un director del Servicio de Impuestos Internos (SII) que adeuda nueve años de contribuciones por una propiedad no regularizada no es solo una noticia de alto impacto mediático. Es una señal profunda, una fisura que revela las tensiones subyacentes en el contrato social chileno. El caso de Javier Etcheberry, que culminó con su renuncia tras una intensa semana de escrutinio público, ha madurado más allá de la polémica inmediata para convertirse en un laboratorio de futuros posibles sobre la confianza, la equidad tributaria y la rendición de cuentas de las élites.
La narrativa inicial fue simple y potente: la máxima autoridad fiscalizadora del país no cumplía con sus propias obligaciones. Sin embargo, las capas de complejidad —las alegaciones de una odisea burocrática de 15 años contra el municipio de Paine, la decisión final de pagar la totalidad de la deuda renunciando a la prescripción legal, y la posterior crítica del propio Ministro de Hacienda— transforman el evento en un punto de inflexión. Lo que está en juego no es solo la reputación de un funcionario, sino la legitimidad misma del pacto fiscal en una sociedad que observa con recelo la aparente existencia de reglas distintas para ciudadanos comunes y para las élites.
Un futuro probable, y el más riesgoso, es la consolidación de una cultura de anomia fiscal. La percepción de que "la ley es distinta para los poderosos" puede actuar como un corrosivo social. Si la justificación de un alto funcionario para el incumplimiento es la ineficiencia del Estado —una experiencia que resuena en millones de ciudadanos—, el mensaje que se instala es peligroso: el cumplimiento tributario se vuelve condicional.
En este escenario, el "efecto Etcheberry" se convierte en un argumento tácito para la evasión y la elusión a pequeña y gran escala. "Si el director del SII no pudo, ¿por qué debería yo?", se convierte en una pregunta retórica que debilita la moral tributaria colectiva. Las futuras reformas fiscales, independientemente de su mérito técnico, enfrentarían un muro de desconfianza, siendo enmarcadas no como una necesidad para el bien común, sino como un nuevo intento de cargar la mano a la clase media mientras las élites navegan las zonas grises del sistema. Los factores de incertidumbre clave aquí son la capacidad del Estado para comunicar y demostrar equidad en su actuar y la memoria colectiva de la ciudadanía frente a estos eventos al momento de discutir nuevas cargas impositivas.
Una trayectoria alternativa, y más optimista, es que el escándalo actúe como un catalizador para una modernización forzada. La crisis expuso no solo una falta individual, sino una falla sistémica en la interoperabilidad entre las municipalidades y el SII. La regularización de una propiedad no puede ser una gesta heroica de más de una década. Este escenario proyecta una fuerte presión ciudadana y política para implementar soluciones tecnológicas que cierren estas brechas.
Podríamos vislumbrar un futuro donde los permisos de edificación, las recepciones finales y los avalúos fiscales estén integrados en una plataforma digital única y transparente. La inteligencia artificial podría cruzar datos satelitales con registros de propiedad para detectar ampliaciones no declaradas de forma automática, eliminando la discrecionalidad y la oportunidad para el "olvido". En esta visión, la confianza no se basa en la fe en las personas, sino en la fiabilidad de los procesos. Actores como las asociaciones de funcionarios del SII, organizaciones de la sociedad civil como Defendamos la Ciudad y expertos en modernización del Estado serían los principales impulsores de esta agenda, redefiniendo la accountability como un ejercicio de transparencia algorítmica.
Quizás la consecuencia más sutil pero transformadora sea la emergencia de un nuevo estándar de conducta pública: el "impuesto moral". La decisión de Etcheberry de renunciar a la prescripción y pagar la totalidad de la deuda, aunque tardía y bajo presión, establece un precedente. Ya no basta con cumplir el mínimo legal; se exige una coherencia ética ejemplar, especialmente de quienes detentan poder.
Este escenario sugiere que el capital político y la legitimidad de un funcionario dependerán cada vez más de su conducta personal y su capacidad para demostrar un compromiso con el espíritu de la ley, no solo con su letra. El temor de las élites políticas y económicas ya no sería únicamente la sanción legal, sino el juicio público y la pérdida de la "soberanía de la confianza". El riesgo de esta tendencia es la posibilidad de caer en un populismo punitivo, donde cualquier error administrativo es magnificado. Sin embargo, la oportunidad latente es inmensa: forjar una cultura de servicio público donde la integridad no es una opción, sino el requisito fundamental para ejercer la autoridad.
El camino que Chile tome no está predeterminado. Dependerá de las decisiones críticas que se adopten en los próximos meses y años. ¿Se utilizará este caso como munición en la polarización política, o como una base común para impulsar reformas estructurales? ¿Quedará como el símbolo de la impunidad de las élites, o como el momento en que la ciudadanía exigió y obtuvo un estándar más alto?
El caso Etcheberry ha dejado de pertenecer a su protagonista. Ahora es un espejo que refleja las fracturas del pacto social chileno. La forma en que el sistema político, las instituciones y la sociedad civil procesen esta reflexión determinará si la grieta se expande hacia un cinismo generalizado o si se convierte en el cimiento de un contrato fiscal y una cultura de confianza más robustos y equitativos para el siglo XXI.