La absolución de Jorge Escobar, el único acusado por la muerte de Tomás Bravo, no ha traído la paz que un veredicto judicial suele prometer. Por el contrario, la sentencia del 2 de julio de 2025 ha funcionado como un sismo, demoliendo los últimos vestigios de confianza en la capacidad del Estado para ofrecer una verdad concluyente. Este no es el final de una historia trágica; es el punto de partida para analizar los futuros posibles de un país enfrentado al fantasma de su propia inocencia perdida: la creencia de que, ante el horror, la justicia prevalecerá. El caso, hoy sin culpables, se convierte en un laboratorio para proyectar cómo una sociedad aprende a vivir cuando el contrato de la verdad se rompe.
El fenómeno a observar ya no es el crimen en sí, sino sus secuelas sistémicas. La absolución, fundamentada en la falta de pruebas, en las irregularidades de la investigación y en la “duda razonable” sobre la intervención de terceros, ha dejado un vacío que está siendo llenado no por certezas, sino por una sospecha generalizada. Esta es la señal clave: el colapso de una narrativa oficial única y su reemplazo por un archipiélago de verdades fragmentadas, donde cada ciudadano se convierte en juez y fiscal.
A medio plazo, en los próximos tres a cinco años, es altamente probable que el caso Tomás Bravo mute en una leyenda negra digital. Lejos de archivarse, su expediente vivirá de forma permanente en foros, redes sociales y grupos de mensajería. La figura del “tercer hombre”, mencionada por la defensa y validada implícitamente por el tribunal, se convertirá en un arquetipo de la impunidad, un fantasma que alimenta infinitas teorías conspirativas. Los actores involucrados, desde la familia hasta los investigadores, permanecerán atrapados en un juicio mediático perpetuo, donde la presunción de inocencia legal es irrelevante frente a la condena o absolución dictada por el algoritmo y la viralidad.
A largo plazo, esta dinámica podría consolidar la “soberanía de la duda” como un estado social permanente. Así como otras crisis forjaron el escepticismo político, este caso podría convertirse en el referente cultural de la desconfianza en la justicia. Podríamos ver el surgimiento de colectivos de “investigadores ciudadanos” que, armados con herramientas digitales, intenten resolver casos por su cuenta, operando en una peligrosa zona gris entre el control cívico y el vigilantismo. El riesgo latente es que la búsqueda de justicia se privatice, delegada a la multitud digital, cuyas conclusiones, basadas en la emoción y el sesgo, carecen de las garantías del debido proceso.
El estrepitoso fracaso de la fiscalía y los evidentes errores de procedimiento señalados por el tribunal colocan al sistema judicial chileno en una encrucijada crítica. Un futuro posible, y optimista, es que este caso actúe como un catalizador para una reforma estructural inevitable. A medio plazo, podríamos ver la creación de una “Ley Tomás”, que no solo endurezca las penas, sino que rediseñe los protocolos de investigación en casos de alta complejidad, especialmente aquellos que involucran a menores. Esto implicaría una inversión sin precedentes en tecnología forense, capacitación policial y, crucialmente, en mecanismos de rendición de cuentas para fiscales y jueces.
Sin embargo, un escenario alternativo, y más inercial, es la parálisis institucional. Los actores políticos podrían enzarzarse en un debate superficial sobre la seguridad, sin abordar las fallas estructurales del sistema. Los intereses corporativos dentro del poder judicial y las policías podrían resistirse a cambios que amenacen su autonomía o expongan sus debilidades. Si esta tendencia domina, la desconfianza se solidificará. A largo plazo, esto no solo desincentivaría la denuncia de delitos, sino que podría fomentar la aparición de formas de justicia paralela en territorios donde la presencia del Estado ya es débil. La brecha entre la “justicia legal” y la “justicia percibida” se transformaría en un abismo insalvable.
El impacto más profundo y a largo plazo del caso sin culpables es la erosión del pacto de confianza que subyace a toda sociedad democrática. Si el Estado no puede resolver la muerte de un niño, ¿qué certezas puede ofrecer? Esta pregunta, instalada en el subconsciente colectivo, podría generar una metástasis de la sospecha hacia otras instituciones. La narrativa de la inoperancia y la impunidad se vuelve un prisma a través del cual se interpretan la política, la economía y las relaciones sociales.
En este futuro, la cohesión social se debilita. La búsqueda de culpables se convierte en un arma política, donde diferentes facciones se apropian de distintas versiones de la verdad para movilizar a sus bases. La sociedad podría replegarse hacia unidades más pequeñas y seguras —la familia, el barrio, la comunidad de afinidad—, desconfiando por defecto de cualquier relato que provenga del “otro” o de la autoridad. Este es el escenario de la fragmentación definitiva, donde la imposibilidad de acordar una verdad común sobre un hecho tan fundamental como la justicia para un niño asesinado revela la fragilidad del “nosotros” como país.
El veredicto del caso Tomás Bravo ha cerrado un capítulo judicial, pero ha abierto una era de interrogantes. El futuro no está escrito, pero las tendencias dominantes apuntan hacia una mayor desconfianza y la consolidación de narrativas digitales paralelas. El mayor riesgo es la normalización del fracaso. La oportunidad, aunque remota, reside en la capacidad de la sociedad chilena para transformar el dolor y la rabia en una exigencia colectiva de una justicia que no solo sea legal, sino también creíble. La pregunta que queda flotando es si el fantasma de la inocencia perdida nos perseguirá como una condena o nos impulsará a reconstruir el contrato de la verdad desde sus cimientos.