Los eventos de los últimos 90 días en Estados Unidos, marcados por la intensificación de una política de deportación masiva, no son simplemente una noticia más en el ciclo migratorio. Son las señales tempranas de una reconfiguración profunda y a largo plazo de conceptos que dábamos por sentados: la ciudadanía, la soberanía nacional y el contrato social. La llegada a Santiago de un vuelo con 45 chilenos deportados, las redadas en ciudades santuario y las misivas de expulsión enviadas a menores de edad no son hechos aislados; son los primeros capítulos de una narrativa que proyecta futuros posibles para las democracias occidentales y su relación con el resto del mundo.
Lo que estamos presenciando es el despliegue de una doctrina que trasciende la simple gestión de fronteras. Es la implementación de una visión donde la identidad nacional se define por exclusión y la seguridad se persigue a través de la purga demográfica. Analizar sus componentes nos permite vislumbrar los escenarios que se abren a mediano y largo plazo.
El futuro de la ciudadanía parece encaminarse hacia un modelo transaccional y condicional. Casos como el de Arpineh Masihi, una inmigrante que apoya las políticas que la tienen detenida, o el del chileno de 82 años deportado a Guatemala tras décadas de residencia, ilustran un punto de inflexión: la pertenencia ya no es un estatus adquirido y estable, sino un privilegio perpetuamente en evaluación.
En este escenario, la residencia a largo plazo, los lazos familiares con ciudadanos o incluso una historia de vida integrada no son garantías. El Estado se reserva el derecho de revocar el estatus migratorio basándose en ofensas pasadas o en nuevas directrices políticas, convirtiendo a millones de personas en una población flotante, sujeta a una precariedad legal permanente. A largo plazo, esto podría erosionar conceptos fundamentales como el jus soli (derecho de suelo), abriendo debates sobre ciudadanías de segunda clase o permisos de residencia que nunca se consolidan en derechos plenos. La lealtad y el arraigo se vuelven irrelevantes frente al historial burocrático de un individuo.
Un factor crítico que definirá el futuro es la fusión entre los sistemas de bienestar social y los aparatos de control migratorio. La decisión de permitir que el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE) acceda a la base de datos de 79 millones de beneficiarios de Medicaid es un hito. Transforma un pilar del contrato social —el acceso a la salud— en una herramienta de vigilancia y deportación.
Las consecuencias proyectadas son dobles. Primero, se genera una profunda desconfianza en todas las instituciones públicas. Las comunidades inmigrantes, por temor a ser localizadas, evitarán hospitales, escuelas y servicios básicos, creando crisis de salud pública y profundizando la marginación. Se consolida una subclase invisible, desconectada de la sociedad y sin acceso a derechos fundamentales. Segundo, se libra una batalla por la soberanía interna. La ofensiva contra las "ciudades santuario" no es solo sobre inmigración; es una prueba de fuerza sobre hasta qué punto el poder federal puede imponer su voluntad sobre las políticas y valores locales, sentando un precedente para otros ámbitos de la vida cívica.
La política de deportación masiva no se detiene en las fronteras nacionales; las está redibujando a escala global. La presión ejercida sobre naciones africanas como Nigeria para que acepten deportados —incluyendo a ciudadanos de terceros países como Venezuela— inaugura un nuevo paradigma: la externalización de la gestión migratoria. Este modelo busca trasladar la responsabilidad y el costo humano de las políticas de un país poderoso a naciones con menor capacidad de negociación.
Se abren dos futuros plausibles. Uno es el de la resistencia y la reconfiguración de alianzas, donde países del Sur Global, como Nigeria, rechazan estas imposiciones y fortalecen bloques para defender su soberanía. El otro, más distópico, es la creación de un mercado global de la deportación, donde los países reciben compensaciones económicas o beneficios geopolíticos a cambio de aceptar poblaciones indeseadas. Esto no solo crearía nuevas tensiones internacionales, sino que normalizaría la existencia de poblaciones apátridas de facto, desplazadas a lugares sin conexión cultural, social o legal con ellas.
La tendencia dominante apunta hacia un mundo de fronteras endurecidas, no solo con muros físicos, sino con cortafuegos digitales y legales. El mayor riesgo es la normalización de un sistema que clasifica a los seres humanos en categorías de pertenencia, desechando a quienes no cumplen con los criterios del momento y desmantelando el marco de derechos humanos construido durante el último siglo.
Sin embargo, cada acción genera una reacción. Las protestas en las ciudades estadounidenses, la negativa de gobiernos extranjeros a someterse y la defensa legal de los afectados son semillas de una contra-narrativa. La oportunidad latente reside en la capacidad de estas fuerzas para articular una visión alternativa del cosmopolitismo, la solidaridad y los derechos universales. El endurecimiento de las fronteras obliga a la sociedad civil a pensar de forma transnacional.
Los próximos años no solo definirán el destino de millones de migrantes. Pondrán a prueba la resiliencia de las instituciones democráticas, el significado de la privacidad en la era digital y la propia naturaleza del contrato social. La pregunta que queda abierta no es solo qué pasará con los expulsados, sino en qué tipo de sociedad se están convirtiendo aquellos que los expulsan.