El asesinato de José Reyes Ossa, conocido como el "Rey de Meiggs", el 19 de junio de 2025, no fue simplemente un homicidio más en las crónicas policiales. Fue una señal, una bala que trazó en el aire el contorno de un futuro posible para Santiago y otras urbes chilenas. El hecho de que un empresario chileno, presuntamente, contratara a sicarios extranjeros para resolver una disputa comercial, no es solo un crimen de alto impacto; es la cristalización de una tendencia que venía gestándose en las zonas grises de la economía y la seguridad: la tercerización de la violencia extrema y el surgimiento de territorios donde el Estado es una figura ausente o, peor aún, irrelevante.
Este evento nos obliga a proyectar la mirada más allá del ciclo noticioso inmediato para analizar las fuerzas subyacentes que lo hicieron posible. ¿Estamos presenciando la consolidación de un mercado abierto de violencia por encargo? ¿Qué sucede con el contrato social cuando la justicia y la seguridad pueden ser compradas al margen de la ley? El caso Meiggs es un laboratorio en tiempo real sobre el futuro de la convivencia en Chile.
La estructura del crimen es reveladora: un autor intelectual local, un intermediario y ejecutores extranjeros. Este modelo de “crimen como servicio” (Crime-as-a-Service) reduce la barrera de entrada para el uso de la violencia letal. Ya no se requiere pertenecer a una mafia para eliminar a un rival; basta con tener el capital y los contactos. La investigación sugiere un pago de 30 millones de pesos, una cifra que, en ciertos círculos de negocios, es una inversión asumible para resolver un “problema”.
Si esta tendencia se mantiene, podríamos estar entrando en una fase donde las disputas comerciales, deudas e incluso conflictos personales se diriman a través de la violencia contratada. Este escenario proyecta una normalización del sicariato como una variable más en la ecuación de riesgo de ciertos negocios. Los factores de incertidumbre son clave: una respuesta estatal contundente y coordinada, que desarticule no solo a los ejecutores sino a toda la cadena de contratación, podría elevar el costo y el riesgo de este “servicio”, conteniendo su expansión. Por el contrario, una respuesta fragmentada o enfocada únicamente en los eslabones más bajos solo confirmaría su viabilidad, incentivando su uso.
Las visiones sobre este futuro ya divergen. Desde el mundo empresarial, algunos actores podrían ver con alarma el deterioro del ambiente de negocios, exigiendo un Estado más fuerte. Otros, en la penumbra de la informalidad, podrían adaptarse e incorporar estas nuevas “reglas del juego”. Para la ciudadanía, el temor latente es que esta lógica se desborde desde el mundo del hampa y los negocios informales hacia la vida cotidiana.
El barrio Meiggs es más que un telón de fondo. Es un ecosistema complejo donde convergen el comercio formal, la venta ambulante, la piratería y, ahora, la violencia por encargo. Es un “territorio ausente” en términos de gobernanza estatal efectiva. Las intervenciones policiales son esporádicas, como una marea que sube y baja, pero que no altera la geografía de fondo. En estos vacíos de poder, otros órdenes emergen.
Un futuro plausible es la consolidación de estas zonas en soberanías criminales de facto. En este escenario, grupos organizados (nacionales o transnacionales como el Tren de Aragua, cuyas células ya operan en el país) no solo controlan actividades ilícitas, sino que empiezan a proveer “servicios” que el Estado no garantiza: seguridad a través de la extorsión (“vacunas”), resolución de disputas mediante su propia “justicia” y regulación de la actividad económica local. El Estado no desaparece, pero su rol se degrada al de un actor más, con el que se negocia, al que se corrompe o al que se enfrenta militarmente.
Esta dinámica no es nueva en América Latina. La historia de las favelas en Brasil o las comunas en Colombia ofrece un espejo de cómo la ausencia estatal es el principal catalizador para la emergencia de poderes paralelos. El punto de inflexión crítico para Chile será si logra revertir la fragmentación de su soberanía territorial o si acepta, por omisión, la existencia de enclaves regidos por una lógica ajena al estado de derecho.
El impacto más profundo de esta tendencia es la erosión del contrato social, ese acuerdo implícito por el cual los ciudadanos ceden el monopolio de la violencia al Estado a cambio de seguridad y justicia para todos. El asesinato del "Rey de Meiggs" demuestra que, para algunos, este contrato ya no es vinculante o es insuficiente.
Esto proyecta el riesgo de una sociedad dual. Por un lado, una ciudadanía que vive y opera bajo la protección (aunque sea imperfecta) de las instituciones formales. Por otro, una población creciente que habita en los “territorios ausentes”, donde la supervivencia depende de la capacidad de navegar o someterse a las reglas de los poderes criminales. Esta fractura se ve agravada por narrativas que, como reflejan algunos titulares, se centran en la nacionalidad de los delincuentes, desviando el foco del problema estructural y alimentando la xenofobia.
Las decisiones críticas que definirán este futuro son políticas y sociales. Un enfoque de “mano dura” que no distinga entre crimen organizado y migración irregular podría exacerbar la marginación y crear caldos de cultivo para el reclutamiento criminal. En contraparte, un enfoque centrado exclusivamente en lo social que ignore la necesidad de un control territorial y de inteligencia robusto, podría ser insuficiente para frenar a organizaciones ya consolidadas. El desafío es encontrar un equilibrio que combine la firmeza del Estado de derecho con una estrategia de integración y desarrollo en las zonas más vulnerables.
El caso del "Rey de Meiggs" es, en última instancia, una invitación a pensar. Nos obliga a cuestionar si el orden que conocíamos sigue vigente y a decidir qué acciones tomar para evitar que la ley del más fuerte, o del que puede pagarla, se convierta en la nueva normalidad en el corazón de nuestras ciudades.