Aprobada en el marco simbólico del 250º aniversario de la independencia de Estados Unidos, la "One Big Beautiful Bill" no es solo una reforma fiscal. Es la materialización de un profundo cambio de paradigma que redefine el contrato social estadounidense y proyecta una sombra de incertidumbre sobre el orden económico mundial. Impulsada por Donald Trump como una "declaración de independencia económica", esta legislación combina la permanencia de los recortes de impuestos de 2017, un drástico recorte del gasto social y un agresivo financiamiento para políticas de seguridad fronteriza. Su aprobación, lograda por márgenes mínimos y con el voto de desempate del vicepresidente, no cierra un debate, sino que abre la puerta a múltiples y divergentes escenarios de futuro.
La ley consolida una visión donde la prosperidad se genera desde la cúpula, a través de una tasa corporativa permanentemente baja (21%) y beneficios para los hogares de mayores ingresos, con la promesa de que el crecimiento económico resultante compensará los costos. Sin embargo, este pacto se financia con recortes severos a programas como Medicaid y el Programa de Asistencia Nutricional Suplementaria (SNAP), afectando a millones de ciudadanos de bajos ingresos. Esta disyuntiva entre ganadores y perdedores no es solo una estadística; es la semilla de futuras tensiones sociales y políticas.
El futuro más directo que proyecta la ley es el de una "Fortaleza Americana" que se repliega sobre sí misma. La retórica de la "independencia económica" y la imposición de barreras arancelarias evocan un fantasma histórico bien conocido en América Latina: el modelo de Industrialización por Sustitución de Importaciones (ISI) que, como señalan analistas de la BBC, fue un "sonoro fracaso" en países como Argentina y Brasil durante el siglo XX. La lógica de proteger la industria nacional para generar empleo puede, como demostró la historia, derivar en ineficiencia, baja competitividad, inflación y dependencia del sector privado hacia el Estado.
A mediano plazo, este escenario sugiere una economía estadounidense marcada por la volatilidad. La Oficina de Presupuesto del Congreso (CBO) proyecta un aumento de la deuda de US$ 2,4 billones en una década, una cifra que inquieta al FMI y a figuras del mercado como Jamie Dimon de JPMorgan. Un endeudamiento de esta magnitud, sin un crecimiento económico que lo sustente —una promesa que muchos economistas dudan que se cumpla—, podría presionar al alza las tasas de interés, debilitar estructuralmente al dólar y generar presiones inflacionarias que erosionen el poder adquisitivo precisamente de los trabajadores que la ley dice proteger.
Globalmente, este repliegue se materializa en cláusulas como la controvertida Sección 899, que faculta al Tesoro a imponer sanciones fiscales a países considerados "injustos" en su tributación. Para socios comerciales como Chile, esto representa una amenaza directa que podría anular los beneficios del tratado de doble tributación, inaugurando una era de "guerras fiscales" unilaterales. El orden económico basado en reglas y tratados multilaterales cedería paso a uno regido por la discrecionalidad y el poder del más fuerte.
Una segunda trayectoria posible se centra en la reacción política interna. La ley es profundamente impopular. Como señala el analista John Zogby, los recortes a la salud y la asistencia alimentaria afectarán directamente a votantes en distritos clave, incluyendo aquellos que votaron por el Partido Republicano. Se estima que más de 10 millones de personas podrían perder su cobertura de salud. Este descontento podría catalizar una derrota electoral para los republicanos en las elecciones de medio término o en la siguiente contienda presidencial.
Si esto ocurriera, el futuro estaría marcado por la incertidumbre y la parálisis. Un nuevo gobierno con un mandato opuesto podría intentar revertir la "Big Beautiful Bill", generando un ciclo de inestabilidad fiscal. Las empresas y los inversionistas enfrentarían un entorno donde las reglas del juego cambian drásticamente cada cuatro u ocho años. ¿Será permanente la tasa del 21%? ¿Volverán los incentivos a las energías limpias? Esta imprevisibilidad regulatoria podría ser tan dañina para la inversión y el crecimiento a largo plazo como la propia ley.
Un tercer futuro plausible es la adaptación del mundo a esta nueva realidad. En lugar de un colapso, veríamos una aceleración de la fragmentación del orden global. Ante un Estados Unidos impredecible y proteccionista, otras potencias como la Unión Europea y China intensificarían sus esfuerzos por alcanzar una "autonomía estratégica". Se formarían bloques económicos más definidos, con sus propias cadenas de suministro, estándares tecnológicos y monedas de reserva alternativas al dólar.
En este escenario, actores internacionales, desde gobiernos hasta empresas chilenas con inversiones en EEUU, aprenderían a navegar en estas aguas turbulentas. La gestión del riesgo político se volvería tan crucial como la gestión financiera. La diversificación geográfica y la cobertura contra la volatilidad del dólar se convertirían en estrategias de supervivencia. La "Big Beautiful Bill" no habría destruido el sistema, pero sí lo habría transformado en un mosaico multipolar y competitivo, donde la cooperación es transaccional y la confianza, un bien escaso.
La "Big Beautiful Bill" es más que una ley; es un punto de no retorno que rompe con el consenso económico de las últimas décadas. Independientemente del escenario que prevalezca, las tendencias dominantes apuntan hacia una mayor desigualdad interna en Estados Unidos, un aumento significativo del riesgo fiscal y una reconfiguración conflictiva del poder global. El sueño de una "nueva era dorada" se enfrenta a la cruda realidad de una deuda creciente y un mundo que ya no ve a Estados Unidos como el ancla predecible de la estabilidad.
El mayor riesgo latente es que la apuesta de Trump no se pague a sí misma, llevando a la primera economía del mundo a una crisis de deuda con repercusiones sistémicas. La oportunidad, si existe, es un llamado de atención para que el resto del mundo, incluido Chile, repiense sus dependencias y forje un futuro más resiliente y diversificado. La pregunta que queda abierta no es si el mundo cambiará, sino cuán preparados estamos para la naturaleza de ese cambio.