El Mundial de Clubes 2025, concebido por la FIFA como la coronación definitiva del fútbol global, no entregó la certeza de un campeón indiscutido. En su lugar, funcionó como un espejo roto que reflejó las fracturas de un deporte en plena reconfiguración de poder. Más que un torneo, lo que se presenció en Estados Unidos fue un laboratorio de futuros posibles, donde las tensiones entre la tradición, el nuevo dinero y la geopolítica dejaron de ser un debate teórico para materializarse en el campo de juego. Las señales emitidas durante aquel mes de competencia —resultados impensados, estadios con realidades dispares y la instrumentalización política del evento— dibujan un horizonte complejo y disputado.
La narrativa de la supremacía europea, un dogma del fútbol moderno, sufrió dos golpes sísmicos. El primero, y quizás el más simbólico, fue la victoria del Al Hilal saudí sobre el Manchester City. No se trató de una simple sorpresa, sino de la constatación de que los proyectos financiados con petrodólares han alcanzado la madurez competitiva. La frase del técnico Simone Inzaghi, "escalar el Everest sin oxígeno", capturó la magnitud de la hazaña, pero también subestimó una realidad: el Al Hilal ya no es un actor periférico, sino un contendiente forjado a base de una inversión estratégica y sostenida que puede desafiar y vencer a la aristocracia de la Premier League.
El segundo golpe fue la final misma. El Chelsea, un club que accedió al torneo como campeón de la Conference League —el tercer torneo en la jerarquía de la UEFA—, goleó sin apelación al Paris Saint-Germain, el flamante campeón de la Champions League. Este resultado no solo desmanteló la lógica deportiva, sino que expuso la vulnerabilidad de los "superclubes". La agresión de Luis Enrique a un rival tras el pitazo final fue más que una pérdida de compostura; fue el síntoma de la frustración de un imperio (el del capital qatarí) que, a pesar de su poderío económico, ve su estatus amenazado en el escenario que más anhelaba dominar. El futuro cercano podría ver una volatilidad creciente, donde la jerarquía tradicional se desvanece y la capacidad de competir ya no depende solo del linaje histórico, sino de la astucia estratégica y la potencia financiera del momento.
La presencia de Donald Trump en el palco y en la ceremonia de premiación, flanqueado por un sonriente Gianni Infantino, fue la imagen más potente de la creciente politización del fútbol. Esta alianza trasciende el protocolo. Simboliza la consolidación del deporte como una herramienta de poder blando y legitimación política. Mientras la FIFA busca nuevos mercados y aliados para sostener su modelo de negocio expansivo, potencias como Estados Unidos utilizan estos megaeventos para proyectar influencia y capitalizar un deporte cuya penetración cultural y económica sigue en aumento.
Sin embargo, el "éxito" del torneo en suelo estadounidense fue ambiguo. Las cifras de asistencia revelaron una brecha abismal entre los partidos de los grandes clubes europeos y los del resto del mundo, con encuentros que apenas superaron los 3.000 espectadores. Factores como las políticas migratorias restrictivas también condicionaron la asistencia de comunidades latinas, demostrando cómo las agendas políticas nacionales pueden fragmentar la supuesta universalidad del "juego bonito". En este contexto, el Mundial de Clubes se transformó en un microcosmos de las tensiones globales: capital qatarí (PSG) contra capital anglo-estadounidense (Chelsea), y la emergente ambición saudí (Al Hilal) desafiando a todos. El balón dejó de rodar en un espacio neutral para convertirse en un activo en la gran disputa geopolítica del siglo XXI.
La disparidad de interés y el desequilibrio competitivo que exhibió el torneo podrían ser el catalizador de una fragmentación estructural en el fútbol mundial. Para los clubes de élite europeos, la experiencia pudo reforzar la idea de que un formato tan inclusivo diluye su marca y potencial comercial. Esto podría reavivar con más fuerza el proyecto de una Superliga Europea, un círculo cerrado que garantice enfrentamientos de alto valor sin la "molestia" de competir contra equipos de menor perfil mediático.
Por otro lado, el éxito de Al Hilal podría inspirar a otras confederaciones a fortalecer sus propias estructuras. Un futuro plausible no es el de una pirámide global unificada bajo la FIFA, sino un mundo multipolar con bloques de poder en competencia. Asia, liderada por el capital de Medio Oriente, podría consolidar una liga que rivalice en atractivo y salarios con Europa. Mientras tanto, confederaciones con gran tradición pero menor capacidad financiera, como la CONMEBOL, corren el riesgo de quedar relegadas a un papel de meras exportadoras de talento, como evidenció la temprana eliminación de gigantes como Flamengo.
El Mundial de Clubes 2025 no unificó el planeta fútbol; lo partió en pedazos. No nos legó un campeón, sino un mapa de las fallas tectónicas que definirán el deporte en las próximas décadas. El futuro no parece encaminado hacia una narrativa única, sino hacia una coexistencia tensa de proyectos, ambiciones y soberanías en disputa. La pregunta que queda abierta no es quién será el próximo campeón, sino si el fútbol, como fenómeno global, logrará sobrevivir a sus propias divisiones.