La controversia que envuelve al Gobierno Regional (GORE) Metropolitano y a su gobernador, Claudio Orrego, es mucho más que la crónica de una investigación por presuntas irregularidades. A semanas de que la Contraloría General de la República emitiera un informe lapidario y la Fiscalía abriera una nueva causa penal, el caso se ha transformado en un laboratorio en tiempo real sobre el futuro de la arquitectura política de Chile. Lo que está en juego trasciende la defensa de una autoridad o la ofensiva de una oposición; es la viabilidad misma del proyecto descentralizador, la redefinición de las fronteras de la corrupción y, en última instancia, la reconstrucción de un contrato de confianza ciudadana que parece estructuralmente dañado.
El informe que cuestiona el uso de fondos públicos para servicios de coaching presuntamente con fines electorales, sumado al análisis de datos que revela una duplicación de los tratos directos en el último año, no es un evento aislado. Actúa como un catalizador que acelera debates latentes y proyecta escenarios que definirán la relación entre el Estado y los ciudadanos en la próxima década.
La elección de gobernadores regionales en 2021 fue celebrada como un hito histórico, la promesa de una soberanía territorial capaz de responder con agilidad a las necesidades locales. Sin embargo, el caso del GORE Metropolitano representa el primer gran test de estrés para esta nueva institucionalidad. La crisis revela una tensión fundamental: la necesidad de autonomía y flexibilidad en la gestión choca frontalmente con el riesgo de discrecionalidad, clientelismo y la ausencia de mecanismos de control robustos y adaptados a esta nueva escala de poder.
Desde la perspectiva de la oposición, que ya articula una solicitud de destitución, el escenario futuro es pesimista. Sostienen que, sin un corsé regulatorio estricto, las gobernaciones corren el riesgo de convertirse en feudos personales donde los recursos públicos se desvían para consolidar proyectos políticos. Si esta visión se impone, el futuro podría traer una recentralización de facto, con mayores controles desde el nivel central que ahoguen la autonomía regional antes de que esta pueda madurar.
Por otro lado, los defensores del proceso descentralizador argumentan que estas crisis son dolores de crecimiento inevitables. Desde esta óptica, el escándalo no es el fin, sino el principio de un fortalecimiento institucional. El futuro plausible aquí es uno donde la presión ciudadana y la fiscalización de los Consejos Regionales (CORE) obliguen a las gobernaciones a desarrollar sistemas de probidad y transparencia de vanguardia, superando incluso los estándares del gobierno central. Sería un camino de aprendizaje forzoso hacia una soberanía regional más resiliente.
Este caso, al igual que el "Caso Convenios" que lo antecedió, está modificando la percepción pública de la corrupción. El foco se desplaza desde el desfalco millonario y el enriquecimiento ilícito hacia una “corrupción cotidiana”, más sutil y enquistada en las prácticas administrativas. La controversia sobre si un servicio de coaching es una herramienta de gestión legítima o una asesoría de campaña encubierta es el ejemplo perfecto de esta “zona gris” que la normativa actual no logra dirimir con claridad.
El gobernador Orrego defiende la modernización de la gestión pública, mientras sus detractores ven un uso indebido de la fe pública. Independientemente del resultado judicial, el debate ya está instalado: ¿dónde termina el fortalecimiento institucional y dónde empieza el intervencionismo electoral? Esta ambigüedad erosiona la confianza de manera más profunda que un robo evidente, porque sugiere que el sistema mismo está diseñado para permitir estos deslices.
Este fenómeno proyecta un futuro donde la lucha por la probidad no se librará en los tribunales por grandes fraudes, sino en la definición de nuevos estándares éticos para la gestión diaria. La demanda ya no será solo por honestidad, sino por una legitimidad a toda prueba en cada peso gastado.
La resolución de esta y otras crisis similares definirá la naturaleza de la confianza pública en los años venideros. Se pueden vislumbrar tres grandes escenarios:
El camino que Chile tome no está predeterminado. Dependerá de las decisiones críticas que adopten los actores políticos, las instituciones fiscalizadoras y, fundamentalmente, una ciudadanía que debe decidir entre la indignación pasiva y la exigencia activa. El caso del GORE Metropolitano ha dejado de ser sobre una administración en particular; ahora es una pregunta abierta sobre qué tipo de Estado y qué calidad de confianza estamos dispuestos a construir.