Lo que ocurre en la comuna de San Miguel no es una anécdota. La propuesta de la alcaldesa Carol Bown (UDI) para revertir el nombre de la Avenida Salvador Allende a su denominación anterior, Salesianos —una decisión tomada por la administración precedente de Erika Martínez (FA)—, es mucho más que una controversia local. Es la señal más nítida de una tendencia que se consolida: la transformación del espacio público en un campo de batalla permanente por la soberanía del pasado. Este fenómeno, donde las placas de las calles y los pedestales de las estatuas se convierten en trofeos ideológicos temporales, proyecta un futuro de fragmentación identitaria y plantea una pregunta fundamental: ¿Es posible construir una memoria colectiva en un territorio donde la historia se reescribe al ritmo de los ciclos electorales municipales?
La disputa de San Miguel no es un hecho aislado. Se inscribe en una secuencia de eventos que, vistos en conjunto, dibujan un patrón. Desde la fallida y judicializada compra de la casa de Salvador Allende en Providencia, pasando por las acciones legales contra la fundación que lleva su nombre, hasta los ecos internacionales como el retiro de estatuas de líderes revolucionarios en Ciudad de México o la rehabilitación de la figura de Stalin en Rusia, el mensaje es claro: los símbolos importan, y su control es una herramienta de poder. El asfalto y el bronce se han convertido en el contrato a plazo fijo que cada facción política firma con su versión de la historia.
El futuro más probable, si la tendencia actual se acelera, es el de una memoria balcanizada. En este escenario, el relato histórico nacional se desintegra en un archipiélago de feudos simbólicos. Las fronteras comunales no solo delimitarán administraciones, sino también versiones del pasado. Podríamos ver cómo la "Avenida 11 de Septiembre" en una comuna de derecha colinda directamente con la "Avenida Salvador Allende" en un municipio de izquierda, creando un mapa urbano que es un mosaico de conflictos no resueltos.
Esta balcanización sería impulsada por la lógica del ciclo político corto. Cada cuatro años, con la elección de un nuevo alcalde, los ciudadanos podrían esperar una revisión del nomenclátor. Este ciclo de borrado y reescritura constante generaría una inestabilidad simbólica que impediría la sedimentación de cualquier relato compartido. Las consecuencias van más allá de la confusión logística para los residentes o los servicios de entrega; erosionan la posibilidad de un "nosotros" nacional, reemplazándolo por identidades locales fuertemente politizadas y antagónicas. El espacio público dejaría de ser un lugar de encuentro para convertirse en una afirmación diaria de la trinchera ideológica a la que se pertenece.
Este escenario se enfoca en el cómo se libra esta guerra. La creciente autonomía de los municipios, visible en casos como el de Iquique donde la autoridad local desafía a organismos fiscalizadores, se convierte en el motor de la disputa. Los alcaldes, sintiéndose soberanos en su territorio, ejercen su poder para imponer o remover símbolos sin contrapesos efectivos. La respuesta de sus oponentes no es el debate público, sino la judicialización.
El futuro vería una proliferación de organizaciones y estudios de abogados especializados en la "guerra de la memoria". Cada cambio de nombre, cada instalación o retiro de un monumento, sería seguido por una batería de recursos de protección, demandas de nulidad y requerimientos en Contraloría. El pasado de Chile se dirimiría en tribunales, no en las aulas o en las plazas. Este camino tiene dos grandes riesgos: el primero es el empobrecimiento del debate democrático, que se ve reemplazado por la jerga legal y la estrategia procesal. El segundo es un posible efecto de parálisis, donde los municipios, para evitar costosos y largos litigios, opten por no tocar ningún símbolo, congelando el paisaje urbano en un estado de tregua tensa pero estéril.
Una posibilidad alternativa, que podría surgir como reacción a los dos escenarios anteriores, es la de la fatiga simbólica. Cansados de la polarización importada desde la política nacional a sus barrios, los ciudadanos y algunos líderes locales podrían comenzar a rechazar las grandes narrativas. El argumento de la "identidad barrial", esgrimido por la alcaldesa Bown, podría ser llevado a su conclusión lógica, pero despojado de su carga ideológica nacional.
En este futuro, las comunidades exigirían nombres que reflejen una memoria verdaderamente local y menos contenciosa: nombres de fundadores del barrio, de la flora nativa, de eventos geográficos o de conceptos abstractos y unificadores. Sería un movimiento hacia la desideologización del espacio público como mecanismo de autodefensa comunitaria. Si bien este escenario podría ofrecer una vía de escape a la polarización, también conlleva el riesgo de una amnesia pactada. Al optar por lo neutral y lo anódino, se podrían borrar no solo los conflictos, sino también las historias de lucha, las injusticias y las figuras que, aunque polémicas, son cruciales para entender el presente. Sería una paz construida sobre el silencio, un futuro donde las calles ya no cuentan historias complejas, sino que simplemente indican una dirección.
La trayectoria de Chile parece encaminada a una combinación de los dos primeros escenarios. La pugna por el control simbólico del territorio es un reflejo directo de una polarización política que no encuentra canales de resolución. La incertidumbre clave es si la ciudadanía desarrollará la "fatiga simbólica" necesaria para generar una contracorriente. Mientras tanto, el contrato firmado en bronce y asfalto sigue renegociándose en cada elección, dejando a los chilenos la tarea de decidir si quieren habitar un monumento a sus divisiones o un espacio para un futuro por construir.