Santiago, Chile – A más de dos meses de que un simple tuit de Elon Musk volviera a poner el nombre de Jeffrey Epstein en el centro del debate público, las réplicas del sismo político continúan. Lo que comenzó el 5 de junio de 2025 como una acusación en la red social X, afirmando que el nombre de Donald Trump figuraba en los archivos no publicados del caso, no se convirtió en el típico escándalo impulsado por la oposición. En cambio, mutó en una profunda crisis de confianza que enfrentó al presidente estadounidense con el sector más ferviente de su base electoral, exponiendo las frágiles costuras de las alianzas políticas en la era de la posverdad.
La reacción inicial de la administración Trump, a través de la fiscal general Pam Bondi, fue de contención y minimización. Se aseguró que los documentos liberados en febrero no contenían información nueva y que, en esencia, "no había nada que ver". Sin embargo, esta respuesta resultó ser un catalizador. Para un movimiento como MAGA, alimentado durante años con la promesa de "drenar el pantano" y exponer a una élite corrupta y depravada —de la cual el caso Epstein era el máximo símbolo—, la postura oficial sonó a encubrimiento. El intento por apagar el fuego solo avivó las llamas, un fenómeno clásico del "efecto Streisand" que transformó la sospecha en una rebelión digital.
La desconfianza no tardó en escalar. Figuras de alto perfil dentro del Partido Republicano, como el presidente de la Cámara de Representantes, Mike Johnson, se sumaron a las voces que exigían "total transparencia", declarando que se debía "poner todo sobre la mesa y dejar que la gente decida". Este llamado encontró un eco inesperado en el lado opuesto del espectro político, con líderes demócratas como Hakeem Jeffries pidiendo la desclasificación de los documentos.
Se configuró así un escenario paradójico: los seguidores más leales de Trump, junto a sus adversarios políticos, ejercían presión sobre la Casa Blanca, mientras esta se veía cada vez más aislada. Las redes sociales del presidente, antes un espacio de comunión con sus bases, se inundaron de comentarios de usuarios decepcionados que exigían explicaciones, no evasivas. La crisis evidenció una disonancia cognitiva fundamental: la misma lógica conspirativa que Trump había utilizado para consolidar su poder, ahora era empleada por sus seguidores para cuestionarlo a él.
Forzado a cambiar de estrategia, Trump intentó apaciguar a sus bases ordenando la liberación parcial de testimonios ante el gran jurado, una medida que los escépticos consideraron insuficiente. La situación se tornó aún más compleja cuando el periódico conservador The Wall Street Journal publicó la existencia de una supuesta carta de cumpleaños que Trump habría enviado a Epstein en 2003, con un mensaje ambiguo: "que cada día sea otro maravilloso secreto".
La respuesta de Trump fue inmediata y contundente: calificó la carta de falsa y anunció una demanda por difamación contra el diario, un acto sin precedentes para un presidente en ejercicio contra un medio de comunicación de esa envergadura. Mientras Almar Latour, CEO de la editorial del periódico, defendía el "rigor y la precisión" de sus periodistas, la guerra por la narrativa entraba en una nueva fase, ahora judicial.
Casi simultáneamente, la cadena CNN sacó a la luz fotografías y videos inéditos que mostraban a Trump y Epstein compartiendo en diversos eventos sociales, incluida la boda del magnate con Marla Maples en 1993. Aunque la amistad entre ambos era conocida, el nuevo material gráfico reforzaba la percepción de una cercanía que la Casa Blanca intentaba minimizar. Como última maniobra en esta compleja partida de ajedrez, la administración anunció que se reuniría con Ghislaine Maxwell, la socia de Epstein condenada a 20 años de prisión, en una acción interpretada por muchos analistas como un intento de ganar tiempo y proyectar una imagen de búsqueda de la verdad.
Hoy, el caso Epstein no es solo un fantasma del pasado de Trump; se ha consolidado como un estudio de caso sobre la volatilidad del poder y la información en el siglo XXI. Las consecuencias más visibles no son legales, sino políticas y culturales. La crisis ha erosionado la confianza inquebrantable que una parte de su base depositaba en él y ha demostrado que ni el líder más carismático puede controlar indefinidamente una narrativa que se nutre de la sospecha.
El tema está lejos de cerrarse. Ha evolucionado de una pregunta sobre nombres en una lista a un debate más profundo sobre la lealtad, la credibilidad y la naturaleza misma de la verdad en un ecosistema mediático polarizado. El fantasma de Epstein, invocado por los propios seguidores de Trump, ha dejado al descubierto que la promesa de exponer los secretos de los poderosos es un arma de doble filo que, eventualmente, puede volverse contra quien la empuña.