A mediados de 2025, el caso de Daniel Lozano-Camargo, un joven venezolano, dejó de ser una estadística migratoria para convertirse en una potente señal de futuros en colisión. Deportado por Estados Unidos a El Salvador, a pesar de que una corte federal había ordenado explícitamente su retorno a suelo estadounidense, su periplo no terminó ahí. Fue subsecuentemente enviado a Venezuela como parte de un canje de prisioneros. Sus abogados lo definieron como un “peón” en un tablero geopolítico. Este evento no es una anomalía, sino el síntoma de una profunda reconfiguración del concepto de frontera, soberanía y pertenencia.
El viaje forzado de Lozano-Camargo encapsula las tensiones que definirán las próximas décadas: la afirmación de la soberanía estatal llevada al extremo, el desafío a esa soberanía desde el derecho y la emergencia de un nuevo actor: el migrante como ciudadano litigante.
La tendencia más visible es la del endurecimiento soberano. Gobiernos como la administración Trump en Estados Unidos están redefiniendo las fronteras no solo como líneas geográficas, sino como zonas de excepción legal. La construcción de un “muro secundario” en Nuevo México y la creación de centros de detención como “Alligator Alcatraz” en Florida —una instalación de bajo costo reforzada por “la Madre Naturaleza” y su fauna peligrosa— son la manifestación física de esta doctrina. El objetivo es la disuasión y la expulsión expedita, por sobre el debido proceso.
En este escenario, el poder ejecutivo reclama para sí una autoridad casi absoluta en materia migratoria, amparándose en leyes arcaicas como la Alien Enemies Act de 1798, diseñada para tiempos de guerra y hoy reactivada para calificar a grupos como el Tren de Aragua de “terroristas” y justificar deportaciones masivas sin supervisión judicial. La deportación de Lozano-Camargo, en desacato a una orden judicial, es el punto de inflexión que demuestra que, para el Estado-Fortaleza, la seguridad nacional se ha convertido en una carta que puede anular los contrapesos democráticos. A largo plazo, este modelo proyecta un futuro donde los derechos de una persona dependen exclusivamente de su estatus migratorio, creando una subclase de individuos desprovistos de protección legal efectiva en el territorio que habitan.
En paralelo y como contrapeso, emerge una fuerza reactiva: la judicialización de la frontera. El mismo caso de Lozano-Camargo es prueba de ello; no fue un actor pasivo, sino el centro de una batalla legal librada por sus abogados contra el aparato estatal. Cada deportación, cada detención en condiciones inhumanas —como las descritas por migrantes en centros de Texas que se ven forzados a la “autodeportación”— y cada separación familiar se convierte en materia de litigio.
Este fenómeno está dando forma a una ciudadanía litigante transnacional. Organizaciones de derechos humanos, abogados pro-bono y los propios migrantes están utilizando los sistemas judiciales nacionales e internacionales para desafiar las políticas de los Estados. El resultado es un campo de batalla legal permanente. A mediano plazo, podríamos ver el surgimiento de nuevas jurisprudencias que limiten el poder ejecutivo en materia migratoria o, por el contrario, crisis constitucionales donde el choque de poderes —ejecutivo versus judicial— se vuelva insostenible. La pregunta clave es si los sistemas de justicia podrán resistir la presión política y mantener su independencia como garantes de derechos universales.
El envío de Lozano-Camargo a El Salvador antes de su retorno a Venezuela ilustra una tercera macrotendencia: la externalización de la gestión fronteriza. En este modelo, los países de destino pagan o presionan a terceros países para que actúen como filtros, centros de detención o receptores de deportados. Estados Unidos utiliza la megacárcel CECOT de El Salvador como un destino disuasorio, mientras que la Unión Europea tiene acuerdos similares con países del norte de África.
Este futuro proyecta un archipiélago global de “zonas grises” legales, donde la responsabilidad sobre los migrantes se diluye. ¿Quién es responsable por los derechos de un venezolano deportado por EE.UU. a una cárcel en El Salvador? La respuesta se vuelve deliberadamente ambigua. Este modelo convierte a los seres humanos en activos o pasivos geopolíticos, como demostró el canje de prisioneros. Un migrante puede ser un “problema” a externalizar un día y una “moneda de cambio” para negociar con otro régimen al día siguiente. El riesgo es la normalización de un sistema donde la vida y la libertad de las personas quedan supeditadas a los intereses estratégicos de los Estados, vaciando de contenido los tratados internacionales sobre refugiados y derechos humanos.
No nos dirigimos a uno solo de estos futuros, sino a una compleja y conflictiva superposición de los tres. Las fronteras del mañana serán espacios físicamente más duros, legalmente más disputados y geopolíticamente más externalizados.
La tensión central reside en la redefinición del contrato de pertenencia. ¿Los derechos emanan de la condición humana universal o son una concesión del Estado-nación a sus ciudadanos? El caso del “exilio bumerán” de Daniel Lozano-Camargo nos obliga a confrontar esta pregunta. Su historia, que comenzó con la búsqueda de refugio y terminó en un limbo entre tres naciones, no es solo la crónica de una injusticia individual. Es un prólogo de los dilemas que enfrentarán las sociedades en una era de movilidad masiva, donde la lealtad de un Estado a sus propias leyes será el verdadero campo de batalla.