A más de dos meses de la abrupta tregua que silenció los cielos de Medio Oriente, las réplicas del conflicto directo entre Irán e Israel continúan reconfigurando el tablero geopolítico. Lo que comenzó el 13 de junio de 2025 como una audaz operación israelí para neutralizar el programa nuclear iraní, derivó en una guerra de diez días que no solo desafió paradigmas militares, sino que forzó una intervención estadounidense que llevó a la región al borde de un abismo bélico de consecuencias impredecibles.
El conflicto dejó de ser una "guerra en la sombra". La "Operación León Ascendente" de Israel, una proeza de inteligencia del Mosad y precisión militar, buscaba decapitar el liderazgo militar iraní y atacar sus instalaciones atómicas. Sin embargo, la respuesta de Teherán fue una sorpresa estratégica. Durante días, Irán lanzó más de 400 misiles balísticos y drones, logrando algo que hasta entonces parecía improbable: saturar y penetrar el sofisticado sistema de defensa multicapa de Israel. Imágenes de impactos en Tel Aviv y el ataque directo al Hospital Soroka en Beersheba destrozaron la percepción de una "Cúpula de Hierro" infalible, demostrando que la capacidad de Irán para infligir daño directo era real y significativa. Este hecho no solo generó conmoción en la sociedad israelí, sino que obligó a sus estrategas a recalcular el costo de una confrontación abierta.
Desde la perspectiva israelí, la operación fue una acción preventiva ineludible para evitar, en palabras del primer ministro Netanyahu, "un segundo holocausto nuclear". El éxito en desmantelar parte de la cúpula militar y retrasar el programa atómico iraní fue reivindicado como un logro vital para su seguridad nacional. No obstante, el precio fue alto: la vulnerabilidad de su frente interno quedó expuesta, y la necesidad de recurrir a su principal aliado para completar la misión evidenció los límites de su propio poderío.
Para Irán, la narrativa es de resistencia y victoria estratégica. A pesar de las severas pérdidas materiales y humanas, el régimen demostró una capacidad de respuesta que alteró el cálculo de la disuasión. Haber traspasado las defensas israelíes y haber respondido a la posterior agresión estadounidense atacando sus bases en Catar e Irak fue presentado como un acto de soberanía y un mensaje claro: Irán no es un actor pasivo. La confirmación del alto al fuego fue enmarcada internamente como una "derrota para Israel", que no logró sus objetivos sin pagar un alto costo.
El rol de la administración de Donald Trump fue, como mínimo, paradójico y, en última instancia, decisivo. Inicialmente, actuó como un freno, vetando un plan israelí para asesinar al ayatolá Alí Jamenei, una decisión que buscaba evitar una conflagración total y que expuso las tensiones dentro del propio partido Republicano, dividido entre aislacionistas y halcones. Sin embargo, cuando la ofensiva israelí se estancó frente a la incapacidad de destruir la fortaleza nuclear subterránea de Fordow, Washington cambió de rumbo.
El 21 de junio, bombarderos furtivos B-2 estadounidenses, armados con las potentes bombas antibúnker GBU-57, ejecutaron un ataque que Israel no podía realizar por sí solo. Este acto, calificado por Trump como "muy exitoso", fue el clímax de la escalada. Al intervenir directamente, EE.UU. se convirtió en beligerante, provocando la represalia iraní contra sus bases. Paradójicamente, fue esta máxima tensión la que abrió la puerta a la desescalada. En menos de 48 horas, Trump, el pirómano, se vistió de bombero, anunciando un "alto al fuego total" que ambas partes, exhaustas y frente a un escenario de guerra regional, aceptaron.
El conflicto de junio de 2025 no está cerrado; simplemente ha entrado en una nueva fase. El programa nuclear de Irán ha sufrido un golpe severo, pero su capacidad convencional y asimétrica ha demostrado ser más potente de lo que muchos anticipaban. Israel ha reafirmado su capacidad ofensiva, pero debe ahora invertir en reforzar una defensa que se reveló falible. Estados Unidos, por su parte, demostró que sigue siendo el actor con la capacidad de alterar decisivamente el equilibrio de poder, aunque sea a través de una diplomacia de fuerza bruta que genera tanto alivio como incertidumbre.
La guerra de los diez días ha dejado una lección fundamental: la tecnología militar tiene límites y la disuasión es un concepto frágil. La paz actual en Medio Oriente no se sostiene sobre la confianza o la diplomacia tradicional, sino sobre el recuerdo reciente de cuán cerca estuvieron todos de un conflicto devastador. Es una tregua nacida del agotamiento y del miedo, un precario silencio que pende de un hilo.