Chile se encuentra en una encrucijada urbana que trasciende con creces el debate sobre el déficit habitacional. Lo que está en juego es el contrato social sobre el suelo: el acuerdo tácito que define quién tiene derecho a vivir en la ciudad, a usar sus espacios y a construir un sentido de pertenencia. Las señales actuales, maduradas durante los últimos años, apuntan a una fractura profunda de este pacto. Por un lado, el fenómeno de la “campamentización”, con más de 100 personas sumándose a asentamientos informales cada día, revela la pérdida de fe en las vías institucionales. Por otro, la gentrificación, impulsada por capitales globales y plataformas digitales, expulsa silenciosamente a residentes tradicionales de barrios consolidados.
Ambos fenómenos, aparentemente opuestos, son dos caras de la misma moneda: la creciente conversión de la vivienda y el suelo urbano de un derecho social a un activo financiero. Las políticas públicas, diseñadas para una realidad socioeconómica que ya no existe, se muestran insuficientes. La tradicional “caja de herramientas” del Estado, basada en subsidios para la casa propia, no responde a la diversidad de la demanda actual: hogares unipersonales, familias migrantes o jóvenes que prefieren el arriendo. El resultado es una tensión creciente que proyecta futuros urbanos radicalmente distintos, cuya trayectoria dependerá de las decisiones críticas que se tomen en los próximos años.
Un futuro de consolidación de la desigualdad.
En este escenario, la inercia se impone. El Estado no logra articular una respuesta intersectorial y las fuerzas del mercado operan sin contrapesos efectivos. Las ciudades chilenas se han fragmentado en enclaves amurallados y periferias de exclusión. Las zonas de alta renta, como sectores de Las Condes o Vitacura, han intensificado su blindaje con seguridad privada y servicios exclusivos, volviéndose inmunes a las dinámicas del resto de la urbe. La presión inmobiliaria, como la evidenciada en proyectos que desafían las normativas de altura, ha logrado flexibilizar las reglas a su favor, consolidando un urbanismo a la carta para los más ricos.
Mientras tanto, los campamentos han dejado de ser una solución transitoria para convertirse en ciudadelas permanentes y autónomas, con gobernanzas propias pero al margen de los servicios básicos del Estado. Son territorios de alta vulnerabilidad social y ambiental. La clase media, incapaz de acceder a la vivienda en propiedad o a arriendos en zonas centrales, ha sido desplazada a comunas dormitorio cada vez más lejanas, agravando los tiempos de traslado y la precariedad vital. El espacio público se ha privatizado o se ha vuelto un lugar de conflicto y vigilancia. La soberanía sobre el espacio ya no reside en la ciudadanía, sino en la capacidad de pago. Este es el futuro de la segregación llevada a su máxima expresión, un archipiélago de desconfianza.
Un futuro de conflicto y nuevos pactos sociales.
Este escenario emerge de la reacción social. Inspirados por movimientos ciudadanos como los vistos en Ciudad de México contra la gentrificación descontrolada, organizaciones de pobladores, juntas de vecinos y colectivos de arrendatarios en Chile logran una articulación política efectiva. La presión social obliga al Estado a asumir un rol de mediador activo entre los intereses del capital y el derecho a la ciudad.
El “contrato del suelo” se renegocia a través de una serie de políticas audaces y disruptivas. Se implementan regulaciones a los arriendos de corta estancia tipo Airbnb en barrios saturados, se crean bancos de suelo público para el desarrollo de proyectos de vivienda asequible y se fomenta la creación de cooperativas. La discusión sobre impuestos a la vivienda ociosa o a la especulación inmobiliaria se instala en el centro de la agenda legislativa. Los desarrolladores privados se ven obligados a cumplir con cuotas de integración social que no son meramente simbólicas. Los campamentos no se erradican, sino que se inician procesos de radicación y urbanización negociados con las propias comunidades, reconociendo su derecho a permanecer. Este futuro no es armónico; es un campo de disputa constante. Sin embargo, la ciudadanía recupera parte de la soberanía perdida y logra reequilibrar la balanza, forjando un modelo de desarrollo urbano más justo, aunque tenso.
Un futuro de descentralización e innovación desde la base.
En esta visión, la crisis de los modelos tradicionales —tanto el estatal como el de mercado— da paso a una explosión de soluciones descentralizadas. El Estado, reconociendo sus limitaciones, cambia su rol de proveedor a facilitador. Se enfoca en crear marcos legales que permitan y potencien la innovación ciudadana.
La distinción entre lo formal y lo informal se difumina. La autoconstrucción en los campamentos, antes vista como un problema, es ahora apoyada con asistencia técnica y acceso a microcréditos, transformando asentamientos precarios en barrios populares consolidados y resilientes. Surgen con fuerza nuevos modelos de tenencia, como los Community Land Trusts (Fideicomisos de Tierra Comunitaria), donde la comunidad es dueña del suelo y los individuos de las viviendas, desmercantilizando el principal factor de especulación. El co-living y el co-housing dejan de ser un nicho para convertirse en una alternativa real para jóvenes y adultos mayores.
La tecnología juega un papel clave, no como motor de la gentrificación, sino como herramienta para la planificación participativa y la gestión comunitaria de recursos (energía, agua, residuos). Este futuro no ofrece una solución única y centralizada, sino un ecosistema de respuestas adaptadas a cada territorio. Es una ciudad que aprende a convivir con la incertidumbre, valorando la adaptabilidad y la organización comunitaria como sus principales activos para garantizar el derecho a pertenecer.
Los datos son claros: el modelo actual está agotado y el ritmo de la exclusión se acelera. Las trayectorias futuras no están predeterminadas. Dependerán de la capacidad de los actores políticos para ir más allá de las soluciones paliativas, de la audacia del sector privado para entender que la estabilidad social es también una condición de mercado, y, sobre todo, de la fuerza de una ciudadanía que comienza a comprender que la batalla por la vivienda es, en el fondo, la batalla por el alma y la soberanía de su propio territorio.