La imagen ya es parte de la iconografía política argentina: Cristina Fernández de Kirchner, confinada en su apartamento de Buenos Aires, convertida en la primera expresidenta del país con una condena firme por corrupción. La sentencia de seis años de prisión y la inhabilitación perpetua para ejercer cargos públicos, ratificada por la Corte Suprema el pasado 10 de junio, no es solo el epílogo de una larga batalla judicial. Es un punto de inflexión que proyecta múltiples y divergentes futuros sobre la nación.
Más allá del destino personal de una de las figuras más influyentes y polarizantes de América Latina en las últimas dos décadas, el fallo judicial activa una serie de dinámicas latentes. Pone en tensión la legitimidad del poder judicial, obliga al peronismo a confrontar un futuro sin su líder indiscutida en la boleta electoral y redefine las reglas del juego para el gobierno de Javier Milei. El ocaso de la matriarca no significa necesariamente su desaparición; podría ser la mutación de su poder hacia una nueva forma, más simbólica y quizás, más impredecible.
Un futuro probable es el de la fragmentación del principal movimiento de oposición. Sin la figura de Cristina Kirchner como eje ordenador y candidata natural, el peronismo se enfrenta a una crisis de liderazgo sin precedentes desde el retorno de la democracia. La pregunta que resuena en las unidades básicas y en las gobernaciones es: ¿quién hereda el capital político del kirchnerismo?
Este escenario contempla una lucha interna por la sucesión. Figuras como el gobernador de Buenos Aires, Axel Kicillof, o el excandidato presidencial, Sergio Massa, podrían intentar llenar el vacío, pero ninguno posee el nivel de adhesión y la carga simbólica de la expresidenta. Si esta diáspora de poder se concreta, el gobierno de Milei encontraría un camino más despejado, con una oposición atomizada e incapaz de articular una resistencia unificada. Sin embargo, este vacío también entraña riesgos: una oposición sin liderazgo claro podría derivar en una conflictividad social más desorganizada o, a largo plazo, abrir la puerta a nuevos populismos que capitalicen el descontento.
Una posibilidad alternativa es que la condena, lejos de aniquilar políticamente a Cristina Kirchner, la transforme en una mártir. Su reclusión domiciliaria, con el balcón como único escenario de contacto con sus seguidores, evoca ciclos históricos de la política argentina, como el exilio de Perón. En este futuro, el relato del "lawfare" —la supuesta guerra judicial con fines de proscripción política— se consolida como el aglutinador de un peronismo que se atrinchera en la resistencia.
Desde su confinamiento, CFK podría ejercer un liderazgo a distancia, marcando la estrategia y ungiendo candidatos. Las masivas movilizaciones en su apoyo, como la del 18 de junio en Plaza de Mayo, son una señal de que su capacidad de convocatoria sigue intacta. Este escenario proyecta una polarización permanente, donde cada decisión del gobierno es confrontada por una oposición que se siente víctima de una persecución. La gran incógnita es si este poder simbólico, alimentado por la épica de la resistencia, puede traducirse en victorias electorales concretas sin la presencia de su líder en las urnas. La historia argentina sugiere que el mito puede ser más poderoso que la presencia física.
Quizás el futuro más complejo y preocupante trasciende la disputa partidista y se instala en el plano institucional. La sentencia no ha generado un consenso nacional sobre la culpabilidad de la expresidenta. Por el contrario, ha solidificado la percepción en casi la mitad del país de que el Poder Judicial es un actor político que responde a intereses ajenos al derecho.
Este escenario proyecta una erosión continua de la confianza en las instituciones, un pilar fundamental del contrato social. Si la justicia es percibida como un arma para dirimir disputas políticas, sus fallos pierden legitimidad y la previsibilidad del Estado de Derecho se desvanece. La advertencia del exjuez de la Corte Suprema, Eugenio Zaffaroni, sobre una posible “peruanización” de la política —un ciclo interminable de judicialización de opositores— cobra una relevancia inquietante. A largo plazo, esta dinámica podría consolidar una democracia de baja intensidad, donde la lealtad a los líderes prime sobre el respeto a las reglas institucionales, afectando no solo la estabilidad política sino también la seguridad jurídica necesaria para el desarrollo económico.
El camino que tome Argentina dependerá de varios factores de incertidumbre críticos. La sostenibilidad de la movilización popular en apoyo a Kirchner, el impacto real de las apelaciones a cortes internacionales y, sobre todo, el desempeño de la economía bajo el gobierno de Milei, serán determinantes. Una crisis económica profunda podría validar el discurso de la oposición, mientras que una estabilización exitosa podría marginarlo.
La condena a Cristina Kirchner no es un punto final, sino un catalizador. Abre la puerta a una necesaria renovación de liderazgos, pero también al riesgo de un enconamiento crónico. La pregunta que queda suspendida en el aire no es si el kirchnerismo ha muerto, sino en qué se transformará. Y, más importante aún, si la sociedad argentina podrá procesar este evento para fortalecer sus instituciones o si, por el contrario, profundizará las fracturas que han definido su historia reciente, dejando al país atrapado en un ciclo de confrontación sin fin.