Un simple anuncio en una red social, emanado desde la máxima autoridad política de Estados Unidos, ha hecho más que alterar la receta de una bebida; ha modificado la fórmula de las relaciones entre el poder político y el corporativo. A mediados de julio de 2025, el presidente Donald Trump declaró haber persuadido a The Coca-Cola Company para que sustituyera el jarabe de maíz de alta fructosa por "azúcar de caña REAL" en su producción estadounidense. Lo que inicialmente pareció un capricho personalista, enmarcado en una campaña de salud pública denominada "Make America Healthy Again", se materializó días después en una decisión empresarial. Coca-Cola, tras un breve silencio estratégico y coincidiendo con un reporte de ganancias trimestrales robusto, confirmó el lanzamiento de una nueva línea con el edulcorante preferido del mandatario.
Este evento, que podría ser descartado como una anécdota, es en realidad una señal potente de una tendencia emergente: la politización explícita del consumo masivo y la vulnerabilidad de las cadenas de suministro globales a la voluntad de liderazgos personalistas. La pregunta que resuena en los directorios de las multinacionales ya no es solo qué quieren los consumidores, sino también qué quiere el poder de turno.
El caso Coca-Cola establece un precedente de consecuencias impredecibles. Si la receta de un producto tan estandarizado y global puede ser influenciada por la preferencia de un líder, ¿qué impide que el próximo objetivo sea la composición de un automóvil, el origen de los componentes de un smartphone o los ingredientes de una cadena de comida rápida?
Un futuro plausible es aquel donde las decisiones corporativas se convierten en moneda de cambio en la arena política. Podríamos ver a empresas "ofreciendo" cambios en sus productos para ganar favores regulatorios, evitar aranceles o alinearse con una agenda nacionalista. Esto daría paso a un capitalismo de lealtades, donde la eficiencia de la cadena de suministro y la demanda del mercado quedan subordinadas a la conveniencia política. La estabilidad que permitió la globalización de las marcas se vería amenazada por una constante incertidumbre, donde cada ciclo electoral podría significar una reconfiguración de productos y proveedores.
La Asociación de Refinadores de Maíz de EE.UU. fue la primera en advertirlo, alertando sobre la pérdida de empleos y el impacto en los agricultores locales. Su voz representa a los actores económicos que pierden en este nuevo juego. En contraparte, los productores de azúcar de caña, particularmente en estados políticamente clave como Florida, emergen como los grandes ganadores. El mercado se fractura no por la competencia, sino por el decreto político indirecto.
Frente a esta nueva realidad, las corporaciones se ven forzadas a desarrollar nuevas estrategias de supervivencia. Una posibilidad es la fragmentación deliberada del mercado. Coca-Cola no reemplazó su fórmula existente; añadió una nueva. Este movimiento puede ser el embrión de una estrategia de "cobertura política": desarrollar líneas de productos adaptadas a las sensibilidades o exigencias de diferentes bloques ideológicos o geografías políticas.
A mediano plazo, podríamos imaginar un supermercado con productos diferenciados no por sus cualidades orgánicas o de bajo contenido calórico, sino por su alineación política. Una "versión patriótica" de un producto, fabricada con insumos de aliados comerciales, junto a una "versión global" que sigue la lógica de la eficiencia de costos. Esto transformaría a las marcas, antes símbolos de una cultura global unificada, en camaleones corporativos que cambian de color según el mapa político. El consumidor, a su vez, se vería obligado a realizar un cálculo ideológico en cada compra, convirtiendo el acto de elegir entre dos productos en una micro-votación política.
Una dinámica contrapuesta podría surgir como reacción. A medida que los productos se cargan de significado político, un segmento de consumidores podría desarrollar una fatiga ideológica, buscando activamente marcas que se posicionen como "apolíticas". Estas empresas basarían su marketing en la transparencia, la evidencia científica y la neutralidad, prometiendo que sus decisiones responden únicamente a la calidad, el sabor y la demanda del consumidor, no a la presión de un gobierno.
Este nicho de "consumo consciente apolítico" actuaría como un contrapeso, valorando la soberanía del gusto personal por sobre la lealtad partidista. Para estas audiencias, la intervención presidencial en la fórmula de Coca-Cola no es un triunfo de la salud o la industria nacional, sino una intrusión inaceptable en la esfera privada de las decisiones corporativas y personales. El éxito o fracaso de la nueva Coca-Cola con azúcar de caña será un termómetro clave para medir cuántos ciudadanos están dispuestos a que su paladar sea un campo de batalla político.
El edulcorante del poder es adictivo. La intervención de Trump en Coca-Cola no es un hecho aislado, sino parte de un patrón de liderazgo que utiliza la presión directa sobre actores económicos —desde la Reserva Federal hasta gobiernos extranjeros— como herramienta de gobierno. La tendencia dominante apunta hacia una mayor imbricación entre los intereses estatales y las estrategias corporativas, con riesgos evidentes de volatilidad, proteccionismo arbitrario y erosión de la confianza en el mercado.
Sin embargo, cada acción genera una reacción. La oportunidad latente reside en la capacidad de la sociedad civil y de los propios actores del mercado para trazar líneas claras, defender la autonomía de las decisiones basadas en la lógica económica y científica, y exigir una transparencia que exponga cuándo una decisión de negocios es, en realidad, una concesión política. El futuro del sabor, y de la libertad económica que lo sustenta, dependerá de si las corporaciones y los consumidores deciden simplemente adaptarse al nuevo menú del poder o si, por el contrario, exigen su derecho a elegir los ingredientes por sí mismos.