El triunfo de Jeannette Jara en las primarias del oficialismo el pasado 29 de junio no fue simplemente la selección de una candidata; fue un sismo político que agrietó los cimientos del pacto que ha gobernado Chile durante gran parte de las últimas tres décadas. Con más del 60% de los votos, la carta del Partido Comunista no solo derrotó a la representante del Socialismo Democrático, Carolina Tohá, sino que también materializó un escenario que hasta hace poco era una hipótesis de nicho: la posibilidad de que la izquierda más dura dispute la presidencia sin el contrapeso y la legitimidad del centro tradicional. Este evento, ocurrido en un contexto de baja participación, ha inaugurado un período de profunda incertidumbre y reconfiguración estratégica, cuyas consecuencias definirán el mapa político de los próximos años.
La primera señal de la candidata Jara tras su victoria fue un gesto calculado hacia el centro: la incorporación del exministro de Hacienda y figura histórica de la Concertación, Nicolás Eyzaguirre, a su equipo de campaña. Este movimiento busca construir un puente sobre las ruinas del pacto, transmitiendo un mensaje de responsabilidad fiscal y gobernabilidad a un electorado moderado y a una élite económica que la observa con profunda desconfianza.
El futuro de esta estrategia pende de un hilo. ¿Podrá un solo nombre, por emblemático que sea, suturar la herida abierta por las declaraciones de figuras como el presidente de la DC, Alberto Undurraga, quien dio un portazo rotundo al apoyo, o el economista Óscar Landerretche, quien optó por el voto nulo argumentando una incompatibilidad ideológica insalvable con el proyecto marxista-leninista?
El punto de inflexión crítico será la decisión formal de los partidos del Socialismo Democrático y, sobre todo, de la Democracia Cristiana. Un apoyo a regañadientes o una "libertad de acción" dejaría a Jara con una base de alianzas frágil, mientras que un rechazo explícito la obligaría a buscar votos uno a uno, sin el respaldo de las estructuras partidarias que fueron clave en el pasado. El riesgo latente para Jara es que, en su intento por seducir al centro, termine por diluir las propuestas transformadoras que movilizaron a su base, generando una desafección en su propio electorado, que votó por un cambio de modelo, no por su administración.
La reacción de la centroizquierda tradicional no ha sido homogénea, pero sí sintomática. La decisión de Carolina Tohá de no participar activamente en la campaña, sumada al rechazo frontal de Undurraga y Landerretche, dibuja un escenario de orfandad política. Este sector, que por décadas fue el eje de la gobernabilidad chilena, hoy se encuentra sin representación presidencial y ante una encrucijada existencial.
Una posibilidad es que intenten levantar una candidatura propia. Aunque electoralmente inviable a estas alturas, sería una declaración de principios para marcar su diferencia ideológica y preservar su identidad. Una alternativa más probable es una retirada táctica: no apoyar explícitamente a nadie, provocando una alta abstención en sus bastiones y dejando que la ciudadanía decida. Este camino, sin embargo, los condena a la irrelevancia en el debate presidencial y los obliga a concentrar sus fuerzas en la elección parlamentaria como un dique de contención ante un eventual gobierno de Jara o de la derecha.
Este fenómeno reactiva un ciclo histórico: el anticomunismo endémico de una parte de la centroizquierda, que data de la Guerra Fría y la Unidad Popular. Lo que estamos presenciando no es una simple disputa electoral, sino el resurgimiento de una desconfianza ideológica profunda que el pragmatismo de la transición había logrado mantener bajo control.
La derecha ha leído el escenario con rapidez y eficacia. Las declaraciones de Johannes Kaiser, calificando a Jara como una "Bachelet con esteroides", y de Juan Sutil, comparándola con Hugo Chávez, no son exabruptos aislados. Forman parte de una estrategia deliberada para enmarcar la elección no como una competencia de programas, sino como una lucha existencial entre la democracia liberal y el autoritarismo comunista.
Esta narrativa de polarización simplifica el debate y moviliza a su electorado a través del miedo. Obliga a Jara a jugar a la defensiva, dedicando un tiempo precioso a desmentir caricaturas y a distanciarse del historial global de su partido, en lugar de proyectar su visión de futuro. El resultado es un clima político donde los matices desaparecen y el electorado moderado, clave en cualquier elección, se ve forzado a elegir entre dos polos que le generan rechazo.
La gran incógnita es cómo reaccionará esa "mayoría silenciosa", fatigada por la crispación. ¿Se inclinará por la promesa de orden y estabilidad de la derecha, encarnada en José Antonio Kast, o votará tácticamente por Jara para frenar lo que perciben como una amenaza ultraconservadora? La baja participación en la primaria es una señal de alerta: un gran segmento de la ciudadanía podría simplemente marginarse del proceso, dejando la decisión en manos de los nichos más ideologizados.
Más que predecir un resultado, el triunfo de Jara proyecta la consolidación de una tendencia: el fin del ciclo de colaboración entre las dos almas de la izquierda chilena. El contrato de unidad, basado en el pragmatismo para derrotar a la derecha, se ha roto.
El riesgo más evidente es una fragmentación que le entregue el poder a una derecha fortalecida y cohesionada. La oportunidad latente para el Partido Comunista y sus aliados es construir una nueva hegemonía de izquierda, independiente del centro tradicional, aunque su viabilidad electoral es aún incierta.
Chile no se asoma a una elección más. Se enfrenta a un espejo que le devuelve la imagen de sus fracturas históricas y le plantea una pregunta fundamental: ¿es este el doloroso nacimiento de un nuevo ciclo político, con polos ideológicos más definidos, o el preludio de una era de mayor inestabilidad, alimentada por alianzas rotas y una desconfianza que parece insuperable?