El anuncio del cierre del Centro de Cumplimiento Penitenciario Punta Peuco, más que la clausura de un recinto carcelario, ha funcionado como un sismógrafo de la memoria chilena. La decisión de transformar este enclave, construido para albergar a violadores de derechos humanos de la dictadura, en una cárcel común, no representa el final de un capítulo, sino el inicio de una fase crítica que medirá la solidez del contrato de reconciliación forjado en las últimas décadas. Las réplicas de este movimiento tectónico ya se sienten en la arena política, social y judicial, proyectando futuros divergentes para la sociedad chilena.
Una de las trayectorias posibles es que el cierre de Punta Peuco se consolide como un hito irreversible en la evolución de la justicia transicional chilena. En este escenario, la medida es asimilada por la mayoría de la sociedad como la corrección de una anomalía histórica, un paso necesario para materializar el principio de igualdad ante la ley. La fuerte desaprobación ciudadana a discursos que relativizan los crímenes de la dictadura, como reflejan encuestas recientes, actuaría como un cortafuegos social contra cualquier intento de marcha atrás.
Bajo esta lógica, el fin de Punta Peuco no sería un acto de revancha, sino la actualización del pacto social, donde la justicia deja de ser negociable. Factores como el recambio generacional y el propio desgaste biológico de los condenados contribuirían a que el tema pierda virulencia política. Incluso la degradación del legado del dictador a una disputa familiar por su herencia, como ha trascendido públicamente, podría interpretarse como una señal de que el símbolo se vacía de su poder épico, quedando solo sus consecuencias penales y civiles. En este futuro, el debate se desplazaría de la existencia de la justicia a cómo asegurar la no repetición y la preservación de la memoria histórica para las nuevas generaciones.
Una posibilidad alternativa, y de alto riesgo, es que la decisión actúe como un catalizador de polarización. En este futuro, el cierre del penal se convierte en un símbolo flotante, cuyo significado es disputado ferozmente en la arena electoral. La promesa de revertir la medida o de otorgar indultos masivos por razones “humanitarias” —como ya han esbozado figuras como José Antonio Kast— se transforma en una poderosa herramienta de movilización para un sector del electorado. La narrativa de la “venganza” y la “reapertura de heridas”, esgrimida por líderes como Evelyn Matthei, lograría instalarse con éxito, presentando el acto de justicia como un capricho ideológico.
Si esta visión prevalece en un futuro ciclo gubernamental, Chile podría entrar en una guerra de memorias cíclica, donde cada administración busca deshacer los gestos simbólicos de la anterior. La justicia se volvería contingente al poder político de turno, erosionando la confianza en las instituciones y demostrando la fragilidad del consenso sobre el pasado. El “nunca más” dejaría de ser un principio compartido para convertirse en un eslogan partidista, y el contrato de reconciliación se revelaría no como un acuerdo profundo, sino como una tregua temporal y superficial.
Existe un tercer escenario, menos dramático pero igualmente complejo: la neutralización del símbolo a través de la burocracia. En esta proyección, el debate sobre el significado moral del fin de Punta Peuco se diluye en un laberinto de desafíos prácticos, legales y administrativos. La discusión pública se alejaría de los grandes principios de justicia y memoria para centrarse en aspectos técnicos: el perfil criminológico de los internos, sus condiciones de salud y avanzada edad, la logística de su traslado y la seguridad en penales comunes.
Los argumentos esgrimidos por abogados y expertos en derecho penitenciario ganarían tracción, judicializando la implementación de la medida y transformando una decisión política de alto calibre en una serie de casos individuales. El resultado sería una justicia administrada, no proclamada. El cierre se concretaría en el papel, pero su impacto simbólico se desvanecería entre informes médicos, recursos de protección y normativas de Gendarmería. En este futuro, la memoria no se reconcilia ni se enfrenta, simplemente se gestiona, y el problema de la impunidad se convierte en un asunto de administración penitenciaria, perdiendo su urgencia histórica y moral.
El futuro más probable parece ser una hibridación de los escenarios. A corto plazo, la politización del fin de Punta Peuco (Escenario 2) dominará la agenda, especialmente en el contexto de las próximas elecciones presidenciales. Sin embargo, una vez que el ciclo electoral concluya, la inercia de la burocracia y los desafíos legales (Escenario 3) probablemente moderarán cualquier intento de reversión drástica o de consolidación simbólica inmediata (Escenario 1).
La tendencia dominante que emerge es la instrumentalización persistente del pasado para fines presentes. El mayor riesgo es que la justicia se perciba como un botín político, debilitando el Estado de Derecho. La oportunidad latente, aunque difícil, es que esta crisis obligue a la sociedad chilena a una conversación más honesta sobre qué significa realmente la reconciliación: ¿es olvidar para convivir o es establecer un piso común de justicia para poder mirar hacia adelante? La demolición de un edificio es un acto concreto, pero la deconstrucción de las narrativas que dividen a un país es un desafío que trasciende cualquier muro.