Dos meses han transcurrido desde que la Universidad de Chile se vio sacudida por una de las reformas de gobernanza más significativas desde el retorno a la democracia. En junio, un Decreto con Fuerza de Ley (DFL) firmado por el Presidente Gabriel Boric, basado en una propuesta del Senado Universitario, oficializó la participación con derecho a voto de estudiantes y personal de colaboración en los Consejos de Facultad. Hoy, con los titulares de prensa ya desvanecidos, la institución navega las complejas aguas de la implementación, donde las tensiones subyacentes, lejos de resolverse, han cristalizado en una pugna que definirá el futuro de la Casa de Bello.
La reforma, que otorga un 75% de la representación en los consejos al estamento académico y un 12,5% a estudiantes y funcionarios respectivamente, les da a estos últimos una voz vinculante en decisiones cruciales: desde la aprobación de presupuestos y planes de estudio hasta el nombramiento de profesores y vicedecanos. Para sus defensores, es un acto de justicia y coherencia democrática. Para sus detractores, un peligroso precedente que amenaza la esencia de la universidad.
El conflicto se ha desarrollado en dos arenas paralelas pero interconectadas: la disputa procedimental y el choque de visiones sobre el deber ser universitario.
1. La Controversia Legal: ¿Reforma o “Subterfugio”?
El núcleo de la oposición, liderada por figuras como el decano de Derecho, Pablo Ruiz-Tagle, y la senadora universitaria Gladys Camacho, no se centra únicamente en el fondo de la triestamentalidad, sino en la legalidad de su implementación. El argumento principal es que se utilizó un “subterfugio” para eludir los mecanismos institucionales que habrían requerido un acuerdo con el Consejo Universitario (integrado por los decanos) y un referéndum triestamental.
La base de la reforma es un acuerdo del Senado Universitario del año 2014, parte de las llamadas “Reformas Fantasma” que quedaron congeladas durante casi una década. La senadora Camacho ha sostenido que dicho acuerdo había sufrido un “decaimiento administrativo”, pues el reglamento exigía emitir el decreto universitario correspondiente en 15 días, no casi nueve años después. Al revivir este acuerdo para fundamentar un DFL presidencial, la rectoría, encabezada por Rosa Devés, habría viciado el proceso. La rectoría, por su parte, se ha defendido argumentando que actuó dentro de las atribuciones del Senado Universitario, respaldada por dictámenes de Contraloría que validaron la vigencia de los acuerdos.
2. El Choque Filosófico: ¿Comunidad o Academia?
Bajo la disputa legal late una tensión ideológica más profunda. Por un lado, se encuentran quienes, como el ex senador universitario Daniel Burgos, ven la inclusión de estudiantes y funcionarios como una forma de “enriquecer el debate y fortalecer la legitimidad de las decisiones”. La senadora Soledad Chávez fue más directa en el pleno, calificando la oposición como una falta de sinceridad: “digamos, no creemos en la triestamentalidad, queremos que sólo tengan voto los profesores”.
En la vereda opuesta, voces como la del profesor Francisco Bartolucci sostienen una visión más tradicionalista: “Las universidades solo deben ser conducidas por sus profesores, único estamento permanente y con los conocimientos, experiencia y auctoritas para ello”. Este sector teme que la triestamentalidad conduzca a una politización de las decisiones académicas y a la captura de los órganos de gobierno por grupos de interés, un temor que el decano Ruiz-Tagle expresó al comparar la situación con una “intervención errada” similar a la de gobiernos populistas.
Este debate no es nuevo. Resuena con la historia cíclica de la universidad. Recuerda la radical reforma de 1971, que implementó un cogobierno con elección triestamental de rector, una experiencia truncada por el golpe de Estado de 1973. También evoca las movilizaciones de los años 90 que, buscando dejar atrás los “estatutos de la dictadura”, dieron origen al actual Senado Universitario como un órgano triestamental, aunque con clara preponderancia académica.
La reforma actual es, en esencia, la resurrección parcial de la “Comisión Baño” de 2014, un ambicioso proyecto que incluía la elección de rector con participación de los tres estamentos, pero que el entonces rector Ennio Vivaldi no tramitó. El hecho de que un gobierno presidido por ex dirigentes estudiantiles que promovieron estas ideas sea el que finalmente las materialice, añade una capa de complejidad política al análisis.
Con la reforma ya en vigor, la discusión se ha trasladado a su reglamento. El punto más álgido es la exigencia de un quórum mínimo de participación para validar la elección de los representantes estudiantiles y de funcionarios. Decanos como Francisco Martínez (Ingeniería) han propuesto un piso del 30% para asegurar la “legitimidad” y el “valor de la representación”, un punto sensible considerando que la elección de la FECH en 2024 no alcanzó el 10% de participación.
La propuesta inicial de la rectoría de no establecer quórums ha sido vista por los críticos como una forma de facilitar la elección de representantes con bajo respaldo, potencialmente más susceptibles a la influencia de grupos organizados. La resolución de este punto será clave para medir la viabilidad y aceptación del nuevo modelo.
El claustro de la Universidad de Chile está, efectivamente, roto. No por una división insalvable, sino por una fractura expuesta que obliga a toda su comunidad a confrontar su identidad. La triestamentalidad en los Consejos de Facultad ya no es una utopía ni un fantasma; es una realidad institucional. Su éxito o fracaso no dependerá solo de la letra de la ley, sino de la capacidad de sus actores para construir, sobre las ruinas de viejas desconfianzas, un nuevo pacto de gobernanza. La batalla por el alma de la universidad pública más importante del país está lejos de terminar.