Vivimos las consecuencias de un contrato social roto: el de la conversación pública. Lo que antes era un espacio, aunque imperfecto, mediado por instituciones y un consenso tácito sobre la realidad, hoy se ha convertido en un campo de batalla caótico. La tendencia, acuñada por el periodista Cory Doctorow como "mierdificación" (enshittification), describía originalmente cómo las plataformas digitales decaen al priorizar la extracción de valor sobre la experiencia del usuario. Hoy, esa lógica ha trascendido el software y se ha instalado en el núcleo de nuestra política y geopolítica. Señales recientes, como la difusión de un video generado por IA por parte de Donald Trump mostrando el arresto de Barack Obama, o el lanzamiento de un programa de streaming por parte del gobierno argentino para atacar a periodistas, no son anomalías. Son indicadores de un futuro donde la verdad no es un bien común, sino un arma soberana.
Este fenómeno se alimenta de una desconfianza generalizada. En Chile, un incidente aparentemente menor —un matinal de televisión que recibe mil denuncias por burlarse de un ciudadano— revela una fractura profunda. El público ya no es un receptor pasivo; es un fiscalizador activo que usa las mismas herramientas digitales para exigir rendición de cuentas. La conversación ya no es vertical, se ha vuelto un enjambre impredecible. Explorar los futuros que esta ruptura proyecta es esencial para comprender las nuevas formas de poder, resistencia y soberanía que definirán las próximas décadas.
A medida que la confianza en los intermediarios tradicionales —prensa, academia, instituciones— se evapora, los actores de poder buscan construir sus propias realidades amuralladas. El futuro probable es uno de soberanías narrativas en competencia. Líderes como Trump con Truth Social o el gobierno de Milei con su propio canal de propaganda no buscan persuadir a través del debate, sino consolidar una base de fieles mediante un monólogo constante y sin filtros. En estos ecosistemas, la disidencia no se refuta, se silencia o se ridiculiza. El poder ya no reside en controlar los medios, sino en poseer el canal directo a la mente de la audiencia.
Frente a esta centralización de la propaganda, emerge una fuerza opuesta y descentralizada: el enjambre ciudadano. Si el poder soberano emite monólogos, el enjambre responde con miles de conversaciones simultáneas, a menudo agresivas. Vemos sus primeras manifestaciones en la tendencia de cuentas como "He"s So Mid", que exponen a quienes vierten odio en línea, o en la movilización ciudadana contra el matinal chileno. Este escenario proyecta una guerra civil digital de baja intensidad pero permanente. La justicia y la vigilancia se privatizan, ejercidas por turbas anónimas que operan sin debido proceso. Si esta tendencia se consolida, la estabilidad social dependerá del frágil equilibrio entre el control autoritario de la narrativa y la anarquía reactiva del enjambre.
La "mierdificación" no es solo un fenómeno de contenido; es infraestructural. El análisis de WIRED sobre cómo un gobierno estadounidense podría convertir en armas las plataformas tecnológicas, financieras y militares que sustentan el orden global (desde el sistema de pagos en dólares hasta la conectividad de Starlink) apunta a un futuro de fractura geopolítica. La dependencia de infraestructuras controladas por una sola potencia, cuyos líderes actúan de forma impredecible —como lo ilustra el errático pulso entre Trump y Musk—, se vuelve un riesgo existencial para otras naciones.
La respuesta lógica es la búsqueda de soberanía digital y estratégica. Proyectos como "EuroStack" en Europa son el embrión de un futuro "splinternet", donde diferentes bloques de poder desarrollan sus propias infraestructuras de comunicación, finanzas y datos. Esto podría llevar a una balkanización de la realidad a escala planetaria. Un ciudadano en la "infosfera" europea podría vivir en un paradigma de privacidad y regulación, mientras que uno en la esfera estadounidense estaría sujeto a la lógica del mercado y la polarización, y otro en la china, a la vigilancia estatal. Un internet global y abierto, que alguna vez fue el ideal, se convertiría en un archipiélago de realidades mutuamente ininteligibles, haciendo que la cooperación global sobre crisis como el cambio climático o las pandemias sea casi imposible.
El factor más disruptivo en el horizonte es la inteligencia artificial generativa. El video falso del arresto de Obama es solo el comienzo. Nos adentramos en la era de la política sintética, donde la capacidad de generar realidades artificiales, creíbles y emocionalmente resonantes superará nuestra capacidad colectiva para discernir la verdad. Las campañas políticas del futuro no se basarán en programas o debates, sino en la eficacia de sus granjas de contenido sintético para inundar el ecosistema informativo con narrativas virales y personalizadas.
En este escenario, la verdad objetiva pierde toda relevancia. Lo que importa es la soberanía emocional: la capacidad de una narrativa, real o falsa, para capturar la lealtad de un individuo. El sentido común, entendido como un conjunto de percepciones compartidas sobre el mundo, se disuelve. Cada ciudadano se convierte en el soberano de su propia burbuja de realidad, curada por algoritmos y reforzada por propaganda sintética. La democracia, que depende de un mínimo de terreno común para el debate, se vuelve disfuncional. El poder no lo ostentará quien tenga los mejores argumentos, sino quien controle los modelos de IA más persuasivos.
Los escenarios convergen en una tendencia dominante: el colapso de un terreno epistémico compartido. El contrato de la conversación no solo se ha roto; sus fragmentos están siendo usados como armas. El riesgo más grande es la consolidación de un mundo dividido entre autocracias de la propaganda y anarquías de la desinformación, donde la violencia digital escala fácilmente a violencia física.
Sin embargo, en esta crisis laten oportunidades. La saturación de falsedad podría generar una demanda masiva por "islas de confianza": medios de comunicación, instituciones o comunidades que apuesten radicalmente por la verificación, el contexto y el análisis profundo. Podría surgir una nueva forma de alfabetización digital, no centrada en usar herramientas, sino en desarrollar una ecología mental resiliente a la manipulación. El futuro de la democracia dependerá de nuestra capacidad para construir, desde los escombros del viejo contrato, nuevos pactos de conversación, más pequeños, más locales, pero anclados en un compromiso renovado con una realidad compartida, por difícil que sea de alcanzar.