Lo que comenzó como un debate técnico sobre la opacidad de un impuesto centenario, el de contribuciones de bienes raíces, ha mutado en un sismo político de consecuencias impredecibles. El caso del Director del Servicio de Impuestos Internos (SII) —la máxima autoridad fiscalizadora del país— adeudando casi una década de este tributo, no es una anécdota. Es una señal potente que ilumina las grietas profundas del pacto social chileno: la desconfianza en las instituciones, la percepción de privilegios para la élite y la fragilidad de un sistema tributario que, en partes, sigue anclado en el siglo XX.
La controversia escaló rápidamente desde la defensa individual, pasando por la crítica a la burocracia municipal, hasta revelar un patrón de incumplimiento que salpica a miembros del gabinete. Este fenómeno no se agota en el presente; proyecta sombras y abre interrogantes cruciales sobre los futuros de la cohesión social y la gobernabilidad en Chile. Más que un escándalo, estamos ante un avalúo en tiempo real de la desconfianza pública.
Un futuro probable, y el más pesimista, es aquel donde el escándalo actúa como un catalizador para la desobediencia fiscal. Si la autoridad máxima del sistema no cumple, ¿con qué legitimidad se le puede exigir al ciudadano común? Esta pregunta, repetida en redes sociales y conversaciones cotidianas, podría erosionar la base misma del contrato fiscal. En este escenario, cualquier intento de impulsar un nuevo Pacto Fiscal —esencial para financiar demandas sociales— nacería muerto, carente de la confianza pública indispensable.
La narrativa de "ellos no pagan, ¿por qué yo sí?" se consolidaría, dificultando no solo la recaudación de impuestos existentes, sino también la aprobación de futuras reformas. La política se vería entrampada en un ciclo de acusaciones y defensas, donde la energía se consume en la gestión de la crisis de legitimidad en lugar de en la construcción de acuerdos. A largo plazo, esto podría significar un Estado con menor capacidad para proveer bienes y servicios públicos, alimentando un círculo vicioso de descontento, populismo y mayor polarización. El punto de no retorno sería la normalización del incumplimiento como una forma de resistencia pasiva ante un sistema percibido como injusto.
Alternativamente, el escándalo podría funcionar como una catarsis necesaria, un shock que obligue a una modernización impostergable. La presión combinada de la opinión pública, medios de investigación y una oposición vigilante podría crear una ventana de oportunidad para una reforma estructural. En este futuro, el debate trasciende las responsabilidades individuales y se enfoca en el diseño del sistema.
El resultado sería una nueva ley de impuesto territorial, construida sobre los pilares de la transparencia, la simplicidad y la equidad. Imaginar un sistema donde cualquier ciudadano pueda consultar en línea el avalúo fiscal de cualquier propiedad, junto a una explicación clara y algorítmica de su cálculo, dejaría de ser una utopía. El SII y las municipalidades se verían forzados a una interoperabilidad real, eliminando las "zonas grises" burocráticas que permitieron el incumplimiento. Este camino no es fácil; requiere una voluntad política transversal que priorice la legitimidad del Estado sobre los intereses particulares. Si se logra, el resultado no solo sería un sistema tributario más justo, sino una reafirmación del principio de igualdad ante la ley, reconstruyendo parte de la confianza perdida y sentando bases más sólidas para futuros acuerdos.
Entre la implosión y la reinvención, existe un tercer camino, quizás el más reconocible en la historia política reciente: el de la gestión de la crisis sin transformación profunda. En este escenario, se aplican soluciones superficiales. Los funcionarios implicados pagan sus deudas, quizás hay algunas renuncias simbólicas y se anuncian comisiones de expertos para "modernizar" el sistema.
Sin embargo, la inercia política y la complejidad técnica diluyen el impulso reformador. Se aprueban cambios menores, reformas cosméticas que no alteran la "caja negra" del avalúo fiscal. El escándalo se desvanece de los titulares, pero deja una cicatriz permanente en la confianza pública. El contrato fiscal no se rompe, pero queda crónicamente debilitado. Cada futura discusión tributaria estará teñida por el recuerdo de este episodio, un fantasma de cinismo que hará más difícil cualquier negociación. La legitimidad de la élite no se recupera, quedando en un estado de sospecha latente que puede reactivarse con la siguiente crisis.
La dirección que tome Chile no dependerá de un solo factor, sino de la interacción entre la presión ciudadana, la visión de sus líderes y la capacidad de las élites para comprender que el modelo de opacidad y privilegio se ha vuelto insostenible en la era digital. Las voces críticas, desde el periodismo de investigación hasta las organizaciones de la sociedad civil, han demostrado su capacidad para fijar la agenda y exigir rendición de cuentas.
Por otro lado, los análisis técnicos y legales coinciden en que el problema es estructural: una ley anacrónica que viola principios constitucionales. La convergencia de la crítica moral y el diagnóstico técnico crea una presión sin precedentes. El escándalo de las contribuciones ha dejado de ser sobre una deuda monetaria; es sobre la deuda de legitimidad que las instituciones tienen con la ciudadanía. La forma en que se salde esta deuda definirá no solo el futuro del sistema fiscal, sino el contorno mismo del pacto social chileno para la próxima década.