A finales de abril de 2025, en medio de la solemnidad que rodeaba el cónclave para elegir al sucesor del Papa Francisco, una declaración y una imagen perturbaron el ritual. Donald Trump, presidente de Estados Unidos, primero declaró irónicamente su deseo de ser Papa y, días después, publicó en sus redes una imagen generada por inteligencia artificial que lo representaba como Pontífice. La reacción fue predecible: medios calificaron el acto de "locura máxima", mientras figuras católicas, como el cardenal Timothy Dolan, lo consideraron una ofensa inoportuna. Sin embargo, desestimar este episodio como una simple provocación o una broma de mal gusto sería ignorar las profundas corrientes que agitan los cimientos de la autoridad, la fe y el poder en el siglo XXI. El gesto de Trump, lejos de ser un exabrupto, funciona como una señal potente de un futuro emergente: uno donde la soberanía ya no reside en las instituciones o en el mandato popular tradicional, sino en la capacidad de dominar el espectáculo.
Este fenómeno, que podríamos denominar la Soberanía del Espectáculo, postula que la legitimidad de un líder se construye y sostiene no a través de la gestión, la ideología o la ley, sino mediante la creación de una narrativa personalista y viral, capaz de capturar la atención y la lealtad de una audiencia. Al apropiarse del máximo símbolo de autoridad espiritual de Occidente y convertirlo en un meme, Trump no solo se burla de una institución milenaria; realiza una demostración de poder. En su lógica, si puede "vestirse de Papa" y su base de seguidores lo acepta —ya sea con fervor, con humor cómplice o como una afrenta a sus enemigos—, demuestra que su propia figura es una fuente de autoridad simbólica más potente y flexible que la del propio Vaticano. La imagen no busca convencer, sino consolidar una realidad alternativa para sus fieles, una donde su "Glorioso Líder", como lo describió un editorialista de La Tercera, puede encarnar cualquier rol, incluso el más sagrado.
La implicancia más profunda de este acto nos lleva a un segundo escenario probable: la mutación del contrato político hacia un contrato de fe. La política moderna, al menos en teoría, se basa en un pacto racional entre ciudadanos y representantes. Sin embargo, la estrategia de Trump y otros líderes similares apunta a reemplazar este pacto con uno de índole mesiánica. La lealtad ya no se fundamenta en la evaluación de políticas públicas —de hecho, los análisis de sus primeros 100 días de gobierno muestran una disonancia radical entre sus afirmaciones y los datos económicos—, sino en una creencia inquebrantable en la figura del líder.
En este futuro, los seguidores no son simplemente votantes; son feligreses de un culto político sincrético. Este culto mezcla elementos de nacionalismo, fervor religioso tradicional y una devoción personalista que exige muestras de lealtad cada vez más extremas. Las alabanzas desmedidas de su gabinete, documentadas en la prensa, donde se le atribuye haber salvado cientos de millones de vidas, no son lapsus, sino rituales de afirmación de esta fe. La imagen papal es la culminación de esta lógica: una invitación a sus seguidores a participar en una transgresión que los une y los define frente a un "otro" escandalizado. Este modelo, alimentado por cámaras de eco digitales y desinformación, presenta un riesgo existencial para la democracia liberal, pues un debate basado en hechos es imposible cuando una de las partes opera desde la lógica de la revelación y el dogma.
Frente a esta ofensiva simbólica, ¿qué futuro les espera a las instituciones tradicionales? La elección de un nuevo pontífice, León XIV, y su posterior aparición pública bendiciendo un evento masivo como el Giro de Italia, nos ofrece una pista sobre los caminos posibles. Este acto puede interpretarse de dos maneras. Por un lado, como un intento de la Iglesia de reafirmar su normalidad y su autoridad legítima, ignorando la provocación y continuando con sus rituales. Es una estrategia de resiliencia, que apuesta a que la solidez de la tradición prevalecerá sobre la volatilidad del espectáculo digital.
Sin embargo, también podría señalar una adaptación estratégica. Al participar activamente en un evento mediático y popular, el nuevo Papa no solo ejerce su rol pastoral, sino que compite en el mismo terreno del espectáculo. Este es el dilema central para todas las instituciones de la era post-verdad: ¿se retiran a sus bastiones de pureza, arriesgándose a la irrelevancia, o se adaptan a las nuevas reglas del juego, arriesgándose a banalizar su propio mensaje? Un futuro podría mostrarnos a instituciones religiosas, académicas y judiciales intentando volverse más "virales" y "cercanas", adoptando las herramientas de sus detractores para sobrevivir. Esta carrera por la atención podría llevar a una inflación simbólica, donde todos los actores gritan en un mercado de significados cada vez más saturado y devaluado, dejando al ciudadano sin un ancla de autoridad confiable.
El episodio del "Papa Trump" no será recordado como el momento en que un político quiso ser pontífice, sino como el instante en que se hizo visible y explícito un cambio de paradigma. La soberanía se está desplazando hacia quienes mejor entienden que en la era digital, el poder no es solo la capacidad de gobernar, sino la habilidad de crear y controlar realidades. La pregunta que queda abierta es qué tipo de mundo emerge cuando los símbolos más sagrados se convierten en armas de una guerra cultural y la fe se convierte en la principal moneda de cambio del poder político.