Un sicario vinculado al crimen organizado transnacional es liberado de una cárcel de alta seguridad por un error administrativo y, en menos de 48 horas, abandona el país por una frontera porosa. Lo que a primera vista podría catalogarse como una negligencia grave o una falla técnica aislada, se ha convertido en un potente catalizador que proyecta las tensiones más profundas del Estado chileno. La fuga de Alberto Carlos Mejía Hernández no es solo la crónica de un escape; es un test de estrés que ha revelado las grietas estructurales en la justicia, la seguridad y la soberanía nacional. Este evento, madurado ya por varias semanas lejos del ciclo noticioso inmediato, nos obliga a analizar las trayectorias futuras que se abren para el país.
La primera reacción institucional, liderada por el Poder Judicial y la Fiscalía, se ha centrado en la trazabilidad del error. La investigación apunta a una secuencia de oficios electrónicos emitidos en minutos para corregir la identidad del imputado, donde una orden de liberación se ejecutó antes que la orden de detención corregida. Este enfoque sugiere un futuro donde la solución es tecnocrática: auditorías a las plataformas digitales, nuevos protocolos de comunicación entre tribunales y Gendarmería, y la implementación de más capas de verificación humana y digital.
Sin embargo, una perspectiva alternativa, expresada por voces como la del Gobernador de Arica, sugiere que el problema no es el procedimiento, sino el diseño institucional. La descripción de las agencias de seguridad en la frontera como "islas" que no comparten información es una metáfora que se extiende a todo el aparato estatal. Si esta visión gana tracción, el futuro podría implicar un rediseño mucho más profundo: la creación de bases de datos unificadas y de acceso interoperable para policías, fiscalías, poder judicial y control fronterizo. El punto de inflexión crítico será si la respuesta se limita a parchar el software o si se atreve a reescribir el sistema operativo del Estado. La decisión determinará si la próxima crisis será evitada o simplemente postergada.
La reacción política no se hizo esperar. La petición de la candidata presidencial Evelyn Matthei de convocar al Consejo de Seguridad Nacional (Cosena) marcó un punto de no retorno. El incidente dejó de ser un problema judicial para convertirse en un arma arrojadiza en la arena política. Este hecho proyecta un futuro a mediano plazo donde la seguridad dominará la agenda electoral, probablemente bajo un paradigma de “mano dura”.
Este escenario abre la puerta a varias posibilidades. Por un lado, una escalada legislativa que busque endurecer penas y otorgar mayores atribuciones a las policías, un camino que a menudo colisiona con las garantías individuales. Por otro, se reaviva con fuerza el debate sobre el rol de las Fuerzas Armadas en la seguridad interior y el control fronterizo. La demanda del Gobernador de Arica de "darle más facultad al ejército" ya no es una voz aislada. Históricamente, en América Latina, las crisis de seguridad han sido el preludio de una militarización de funciones civiles. El riesgo latente para Chile es que medidas concebidas como excepcionales se vuelvan permanentes, alterando el delicado equilibrio democrático. El resultado de los próximos ciclos electorales será determinante para definir si el país opta por un fortalecimiento de sus instituciones civiles o si cede a la tentación de una solución militarizada.
Quizás la consecuencia más profunda y a largo plazo de este episodio es la erosión de la confianza ciudadana. El contrato social se basa en la premisa de que el Estado posee el monopolio de la fuerza y la capacidad de impartir justicia. Cuando un sicario no solo es liberado por error, sino que puede cruzar el país y fugarse con aparente facilidad, ese pilar fundamental se agrieta.
El concepto de “Estado fallido”, antes un término académico reservado para otras latitudes, ha entrado con fuerza en el discurso público. Este no implica un colapso total, sino la incapacidad del Estado para cumplir con sus funciones básicas en áreas críticas, como el control territorial y la seguridad. A futuro, esta percepción podría fomentar una mayor privatización de la seguridad entre quienes pueden pagarla y un sentimiento de abandono en el resto de la población. La narrativa de Chile como un país de instituciones sólidas se ve desafiada por una nueva realidad: la de un Estado cuya soberanía es permeable a las lógicas del crimen organizado transnacional.
La fuga de Mejía Hernández ha dejado una estela de preguntas incômodas. El evento en sí mismo ya es historia, pero las dinámicas que reveló están definiendo los futuros posibles para Chile. La elección no es entre una solución de derecha o de izquierda, sino entre una respuesta superficial que gestione la apariencia de control o una reforma estructural que prepare al Estado para una nueva era de desafíos. El fantasma del Estado fallido no es una certeza, pero su sombra se proyectará sobre el país hasta que estas preguntas encuentren respuestas contundentes.