La ofensiva arancelaria lanzada por la administración Trump en 2025 no es un evento aislado, sino la señal más clara de un cambio de paradigma global. El consenso de las últimas décadas en torno al libre comercio y las cadenas de suministro optimizadas se ha fracturado, dando paso a un escenario de competencia geopolítica donde las barreras comerciales son utilizadas como armas de presión política. Para una economía abierta y dependiente de los mercados internacionales como la chilena, este giro representa un desafío existencial que va más allá de la volatilidad del precio del cobre o el valor del dólar.
La imposición de aranceles del 50% al cobre chileno, del 50% a productos brasileños y del 30% a la Unión Europea no responde únicamente a una lógica económica proteccionista, reminiscente de los fallidos modelos de sustitución de importaciones (ISI) de América Latina en el siglo XX. Las fuentes indican que estas medidas son también una herramienta para intervenir en la política interna de otros países, como se observa en la presión sobre Brasil en el contexto judicial del expresidente Jair Bolsonaro. Este uso del comercio como instrumento de poder obliga a Chile a repensar su estrategia de inserción internacional, que hasta ahora se basaba en la neutralidad y el multilateralismo.
El escenario más probable a mediano plazo es el de un desacople forzado de las cadenas de valor tradicionales. La incertidumbre generada por la amenaza de aranceles punitivos, cuya aplicación final sigue siendo poco clara para el gobierno chileno, ya ha provocado un shock. La reacción inmediata de La Moneda, creando múltiples mesas de trabajo público-privadas que incluyen a expertos de la oposición, demuestra la gravedad de la situación y la necesidad de una respuesta de Estado.
En este contexto, Chile enfrenta una encrucijada. Una vía es la negociación bilateral para obtener una exención, lo que podría implicar concesiones políticas o comerciales en otras áreas, comprometiendo parte de su soberanía. La alternativa es una aceleración estratégica de la diversificación. Esto implica no solo buscar nuevos mercados para sus materias primas, sino también reorientar su diplomacia económica. La Unión Europea, también afectada y en busca de socios fiables, emerge como un aliado natural, al igual que un fortalecido bloque sudamericano que podría encontrar en la amenaza externa un incentivo para una mayor integración.
El principal riesgo de este escenario es la pérdida de competitividad. Si el arancel al cobre se aplica solo a Chile y no a otros productores, el daño sería severo. Si es global, el impacto se diluye, pero la disrupción del mercado y la consecuente volatilidad de precios seguirán siendo un factor desestabilizador.
Una posibilidad alternativa es que esta crisis actúe como un catalizador para una transformación profunda del modelo de desarrollo chileno. La dependencia de la exportación de materias primas con bajo valor agregado ha sido una vulnerabilidad histórica. La guerra arancelaria podría ser el impulso definitivo para una política industrial y de innovación orientada a escalar en las cadenas de valor globales.
Esto requeriría una colaboración sin precedentes entre el Estado, el sector privado y la academia. El objetivo sería transformar a Chile de un mero proveedor de cobre a un actor relevante en tecnologías asociadas a la minería verde, el almacenamiento de energía y la electromovilidad. La experiencia histórica de los modelos ISI advierte contra el proteccionismo aislacionista; la clave sería una estrategia de especialización inteligente que aproveche las ventajas comparativas del país para competir en nichos de alta tecnología.
Internamente, la gestión de la crisis definirá el clima político de los próximos años. Una respuesta unificada, como la que se esboza en las actuales mesas de trabajo, podría fortalecer la institucionalidad y generar un pacto social en torno a un nuevo proyecto de desarrollo económico. Por el contrario, la politización de la crisis podría exacerbar la polarización y paralizar la capacidad de respuesta del país.
La trayectoria futura dependerá de varios puntos de inflexión. La tensión entre la Casa Blanca y la Reserva Federal en Estados Unidos es un factor clave; si los aranceles generan una inflación descontrolada, la presión interna podría forzar a la administración Trump a moderar su postura. Asimismo, una represalia coordinada de grandes bloques como la UE y China podría escalar el conflicto a un nivel que obligue a todas las partes a volver a la mesa de negociación.
Para Chile, el futuro ya no es una línea recta. La era de la soberanía comercial protegida por un orden multilateral predecible ha terminado. El desafío no es predecir cuál será el próximo movimiento de las grandes potencias, sino construir una economía y una institucionalidad lo suficientemente robustas y flexibles para adaptarse a un mundo definido por la incertidumbre y la fragmentación. La resiliencia, más que la eficiencia, se ha convertido en la nueva clave de la supervivencia.