La absolución unánime de Jorge Escobar, tío abuelo de Tomás Bravo, no representa el fin de una historia que ha conmocionado a Chile por más de cuatro años. Por el contrario, es el punto de partida de una reflexión más profunda y perturbadora. El veredicto del tribunal de Cañete, que apuntó a la falta de pruebas y a graves irregularidades procesales por parte de la fiscalía, no solo liberó a un hombre que fue el rostro de la sospecha, sino que dejó a la sociedad chilena frente a un vacío: la ausencia de una verdad judicial. El fantasma de Caripilún no es solo la memoria de un niño perdido, sino la proyección de un futuro donde la justicia, como institución, es incapaz de cumplir su promesa fundamental. Este caso ha dejado de ser un expediente criminal para convertirse en un síntoma de la fragilidad del contrato social.
Todo Estado moderno se sostiene sobre un pacto implícito con sus ciudadanos: el “contrato de la verdad”. El ciudadano cede el monopolio de la fuerza y la justicia al Estado a cambio de que este resuelva los conflictos, identifique a los culpables y establezca una narrativa oficial y creíble sobre los hechos que quiebran la convivencia. El caso Tomás Bravo representa la ruptura explícita de este contrato. Al no poder determinar qué sucedió ni quién es el responsable, el sistema judicial no solo falla en un caso particular, sino que alimenta una percepción generalizada de ineptitud e impotencia.
Esta fractura proyecta un futuro donde la desconfianza se convierte en la norma. Si el Estado no puede ofrecer una verdad fáctica y probada, el espacio es ocupado por narrativas paralelas y fragmentadas: la verdad de la familia, la verdad de los medios, la verdad de las redes sociales y la verdad de los expertos disidentes. Esta balcanización de la verdad es corrosiva para la democracia, pues sin un piso común de hechos verificables, el debate público se degrada en una batalla de creencias y sospechas.
El escenario más probable a mediano plazo es la consolidación de una cultura de la impunidad. El caso Tomás Bravo se sumaría a una larga lista de fracasos judiciales emblemáticos (como el caso Matute Johns) que enseñan a la ciudadanía una lección peligrosa: hay crímenes que el sistema no puede o no quiere resolver. Esta normalización tiene dos consecuencias directas. Primero, una apatía cívica creciente, donde los ciudadanos se resignan a que la justicia es un ideal inalcanzable. Segundo, y como contraparte, el surgimiento de formas de justicia ciudadana o para-judicial. Los juicios en redes sociales, la estigmatización permanente de sospechosos absueltos y la búsqueda de culpables por fuera de los canales institucionales se volverán más frecuentes. El sistema, al no poder canalizar la demanda de justicia, la empuja hacia terrenos más volátiles y peligrosos, erosionando principios como la presunción de inocencia.
Un futuro alternativo, aunque menos probable, es que la magnitud de este fracaso actúe como un electroshock para el sistema judicial y político. La visibilidad del caso y la contundencia de las críticas del propio tribunal a la labor de la fiscalía podrían crear una ventana de oportunidad para una reforma profunda. Este escenario implicaría ir más allá de los cambios cosméticos. Se discutiría la autonomía del Ministerio Público, la modernización de las policías científicas, la implementación de protocolos estrictos para el manejo de sitios del suceso y la creación de mecanismos de rendición de cuentas para fiscales y jueces. Actores del mundo académico y jurídico podrían encontrar en este caso el argumento definitivo para impulsar cambios largamente postergados. Sin embargo, este camino enfrenta una enorme resistencia: la inercia burocrática, los costos políticos y la falta de consenso sobre la dirección de las reformas son obstáculos significativos. Sin una presión ciudadana sostenida y articulada, es probable que este impulso se diluya en diagnósticos y comisiones sin resultados concretos.
Una tercera trayectoria se enfoca en la relación simbiótica entre el sistema judicial y los medios de comunicación. El caso Tomás Bravo ha sido un fenómeno mediático desde el primer día. La cobertura 24/7, la especulación en matinales y la exposición de detalles escabrosos de la investigación no solo informaron, sino que también moldearon la percepción pública y, posiblemente, la propia investigación. El futuro que este escenario proyecta es uno donde la lógica del rating y el clickbait se impone definitivamente sobre la rigurosidad procesal. Los abogados se convertirían en figuras mediáticas, los fiscales filtrarían información para ganar la batalla de la opinión pública y los juicios se desarrollarían tanto en la corte como en las pantallas. El riesgo es la consolidación de un sistema donde la narrativa es más importante que la evidencia, y donde la justicia se convierte en un producto de consumo más, diseñado para satisfacer la demanda de drama y cierre rápido, aunque este sea falso.
El fantasma de Caripilún no es nuevo; es el eco de otras ausencias y otras deudas del Estado chileno. Lo que lo hace diferente es el contexto de crisis de confianza generalizada en el que emerge. La absolución de Jorge Escobar no es una respuesta, sino una pregunta lanzada a toda la sociedad: ¿Qué tipo de justicia queremos construir a partir de sus ruinas? Las trayectorias futuras no están escritas. Dependerán de las decisiones que tomen los actores políticos, judiciales y la propia ciudadanía. Seguir el camino de la resignación y la desconfianza parece ser la ruta de menor resistencia, pero es también la que garantiza que el fantasma de la impunidad siga rondando, recordándonos la fragilidad del pacto que nos une.