Un taller artístico con un nombre deliberadamente provocador, “Prácticas de Culo”, fue suficiente para encender una pradera social y política que ya estaba seca. La controversia, que escaló hasta forzar al Ministerio de las Culturas a desmarcarse públicamente de su financiamiento, no debe ser leída como una anécdota pasajera. Por el contrario, funciona como un sismógrafo que registra las tensiones profundas que recorren el subsuelo de la sociedad chilena. Lo que este evento proyecta hacia el futuro es una intensificación de la llamada “guerra cultural”, un conflicto donde el arte, el cuerpo y la moral se convierten en las trincheras desde donde se libran batallas por el sentido común y el poder.
La rápida reacción del gobierno, distanciándose para evitar costos políticos, es una señal elocuente. Revela la fragilidad del respaldo institucional al arte que desafía las convenciones y anticipa un futuro donde la gestión del “pánico moral” podría volverse una herramienta recurrente en la arena política. Este fenómeno no es nuevo, pero su aceleración digital y su instrumentalización partidista anuncian una nueva era de polarización.
El futuro más probable a mediano plazo (2-5 años) es la consolidación de un ciclo de controversias culturales programadas. Actores políticos de distintos espectros podrían descubrir en la indignación una herramienta eficaz para movilizar a sus bases y fijar la agenda mediática. Si esta tendencia se consolida, podríamos ver un aumento de conflictos en torno a contenidos educativos, exposiciones en museos, obras de teatro o publicaciones literarias, todos enmarcados como amenazas a “la familia”, “los valores patrios” o “la decencia”.
A largo plazo (5-10 años), esto podría decantar en una fractura del ecosistema cultural. Por un lado, un circuito “oficial” o “mainstream”, financiado por el Estado y las grandes empresas, centrado en propuestas seguras y de amplio consenso, como las que promueve el Ministerio para las vacaciones de invierno. Por otro, un circuito “underground” o de resistencia, donde el arte más experimental y políticamente desafiante sobreviviría en la precariedad, lejos de los fondos públicos pero con una fuerte carga simbólica.
La polémica inevitablemente reabre el debate sobre el destino de los fondos públicos. El argumento de que “el Estado no debe financiar arte que ofende a los contribuyentes” ganará tracción, tal como resuenan los debates sobre la viabilidad de empresas públicas como TVN. Esto abre dos caminos radicalmente opuestos para el futuro del financiamiento cultural.
Históricamente, la censura en Chile fue un acto vertical, ejercido por el Estado. El futuro, sin embargo, perfila una forma de censura más distribuida, horizontal y ambiental. El principal inhibidor para un artista ya no sería un decreto de prohibición, sino el temor a una campaña de desprestigio en redes sociales, la pérdida de auspiciadores, el cierre de espacios o el ostracismo profesional.
Esta “cancelación”, impulsada tanto por la derecha conservadora como por sectores identitarios de la izquierda, crea un poderoso efecto de autocensura. Los creadores podrían empezar a evitar temas espinosos o estéticas arriesgadas no por convicción, sino por cálculo de supervivencia. El cuerpo del artista y el cuerpo de la obra se convierten en territorios bajo vigilancia constante, donde cualquier paso en falso puede significar la muerte civil. La soberanía del arte, entendida como su derecho a explorar sin límites, se vería así profundamente amenazada no por la ley, sino por la presión del tribunal popular digital.
La controversia sobre “Prácticas de Culo” es, en última instancia, la superficie visible de una renegociación profunda del contrato social y cultural de Chile. Las preguntas que proyecta hacia el futuro son fundamentales: ¿Qué tipo de arte estamos dispuestos a tolerar como sociedad? ¿Debe el Estado financiar la provocación o solo el consenso? ¿Y quién define los límites de lo aceptable en una democracia pluralista?
No hay respuestas sencillas, pero los escenarios que se abren exigen una reflexión crítica. El camino que Chile tome no solo definirá su paisaje cultural, sino también la vitalidad y la resiliencia de su democracia. La forma en que se resuelva la tensión entre la libertad de expresión y la sensibilidad moral determinará si el futuro será un espacio de creatividad expansiva o de conformidad temerosa.