Un hombre chileno de 82 años, residente en Estados Unidos desde 1987, es deportado. No aterriza en Santiago, el punto de origen que su pasaporte indica, sino en Guatemala, un tercer país con el que no tiene vínculo alguno. Este hecho, ocurrido en julio de 2025, no es una simple anomalía administrativa. Es una señal potente, un dato emergente que ilumina la trayectoria de las políticas migratorias globales. Su caso, sumado a una serie de eventos recientes —desde la deportación de 45 chilenos en un solo vuelo hasta el uso de bases de datos de salud pública para rastrear indocumentados—, nos obliga a proyectar los contornos de un futuro donde los conceptos de ciudadanía, pertenencia y soberanía están siendo radicalmente redefinidos.
Lo que estamos presenciando es el paso de una política de control fronterizo a una de gestión de la descartabilidad humana. El exilio de este anciano no es un acto de retorno, sino de erradicación. Su deportación a un tercer país revela que el objetivo ya no es simplemente devolver a alguien a su "origen", sino expulsarlo del sistema, convertirlo en un apátrida de facto, un peón en un tablero geopolítico cada vez más transaccional.
El futuro más probable que se dibuja es uno donde el arraigo deja de ser un factor de protección. Vivir, trabajar y contribuir durante décadas en un país ya no garantiza un derecho a permanecer. La deportación del chileno de 82 años es la máxima expresión de esta nueva doctrina: la pertenencia es un contrato revocable en cualquier momento, sujeto a los vientos políticos y a la eficiencia burocrática.
Esta tendencia se ve reforzada por la instrumentalización de la tecnología y los datos. El acuerdo para que el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE) de EE.UU. acceda a los registros de Medicaid —un programa de salud para personas de bajos recursos— transforma la infraestructura del estado de bienestar en una red de vigilancia. Esto genera un efecto disuasorio devastador: buscar atención médica se convierte en un riesgo de deportación. El resultado es la creación de una subclase permanente, temerosa de interactuar con cualquier institución estatal, viviendo en una precariedad planificada.
En este escenario, la "autodeportación" incentivada con pagos de 1.000 dólares no es un acto voluntario, sino una elección bajo coacción, una forma de mercantilizar la desesperación. El Estado se presenta como un actor racional que ofrece una salida "costo-efectiva" a un problema que él mismo ha fabricado mediante el terror y la incertidumbre.
La deportación a Guatemala y el caso del joven venezolano intercambiado entre EE.UU., El Salvador y Venezuela inauguran un paradigma de soberanía descartable. Tradicionalmente, la deportación era un acto bilateral. Ahora, asistimos a la emergencia de pactos triangulares y multilaterales donde los seres humanos son el activo de cambio.
Este modelo proyecta un futuro donde los países con políticas migratorias restrictivas "externalizan" sus deportaciones a naciones con menor capacidad de negociación o dispuestas a participar en estos intercambios a cambio de beneficios políticos o económicos. Se crea un mercado global de personas indeseadas, donde la responsabilidad sobre el individuo se diluye entre múltiples actores estatales. El derecho internacional, que se fundamenta en la responsabilidad soberana, se vuelve inoperante.
Para países como Chile, esto presenta un desafío mayúsculo. ¿Qué herramientas diplomáticas existen para proteger a un ciudadano deportado no a su país de origen, sino a un tercero? La posible suspensión del programa Visa Waiver es solo la punta del iceberg. El verdadero riesgo es la normalización de un sistema donde la nacionalidad chilena no ofrece protección alguna fuera de sus fronteras, volviéndose un atributo irrelevante ante la maquinaria de deportación de una superpotencia.
La elección de un anciano como objetivo no es casual. Proyecta un futuro donde la vulnerabilidad no genera compasión, sino que es vista como una debilidad a explotar. La vejez, que en muchos sistemas legales es un atenuante o un factor humanitario, aquí se convierte en un mensaje: nadie está a salvo. Si un hombre que ha vivido casi cuarenta años en el país puede ser expulsado de esta manera, el mensaje para los más jóvenes y fuertes es claro y contundente.
Esta burocracia de la crueldad se caracteriza por su desapego emocional y su enfoque en la eficiencia. Las denuncias de maltrato en los centros de detención, descritas por los deportados chilenos como un trato "animal", no son fallos del sistema, sino características intrínsecas del mismo. La deshumanización es una herramienta necesaria para que los engranajes de la maquinaria de expulsión funcionen sin fricción moral.
Un punto de inflexión crítico será la respuesta del sector privado. La preocupación de industrias esenciales en EE.UU. por la falta de mano de obra podría actuar como un contrapeso. Sin embargo, también es plausible un escenario donde estas industrias se adapten invirtiendo en automatización o presionando por programas de trabajadores huéspedes aún más precarios, sin ninguna vía hacia el arraigo.
Nos encontramos en un punto de bifurcación. El caso del exilio tardío no es una anécdota, sino un prototipo del futuro. Las dinámicas actuales sugieren una trayectoria dominante hacia un endurecimiento de las fronteras físicas y legales, donde los pactos de movilidad humana se desintegran y son reemplazados por acuerdos transaccionales y punitivos. La ciudadanía se volverá más precaria para los migrantes, y la soberanía nacional, una herramienta flexible para el intercambio de personas.
Los riesgos son la consolidación de un apartheid global y la erosión definitiva de los marcos de derechos humanos post-guerra. Las oportunidades, aunque escasas, residen en la capacidad de los países de origen para forjar alianzas diplomáticas, la presión de actores económicos internos y la resistencia de una sociedad civil que se niegue a aceptar que el valor de una vida humana pueda ser negociado o descartado. La historia de este anciano chileno, perdido en el laberinto de la geopolítica, es una advertencia sobre el tipo de mundo que estamos construyendo, uno donde el exilio puede llegar a cualquier edad y el hogar es un concepto perpetuamente en disputa.